Después de once años, tenemos con nosotros ya la sentencia del caso Nóos. Un hito que no supone el fin del camino en esa deplorable historia ya que, a partir de ahora, aún caben los recursos previstos en la Ley. Pero, en cualquier caso, se trata de un momento importante de tal tramitación, que no cabe duda que llenará las portadas de los periódicos de hoy, y sobre el que se hablará muchísimo.

Yo, si me lo permiten, no voy a referirme en este artículo a la cuestión fundamental, de la que ya se habla en demasiados sitios. Me refiero, claro está, a eso de si la sentencia me ha parecido justa o no. Personas mucho más centradas en la cuestión técnica y puramente jurídica la están analizando hoy para ustedes, y no creo que aportase demasiado al debate. Aunque no pueda dejar de decir, sin embargo, que sorprende eso de que determinadas personas conozcan realmente tan poco -según ha asumido el Tribunal- sobre actos jurídicos en los que otros les representan y actúan en su nombre. Y es que, desde luego, no deja de ser un filón eso del "yo solo pasaba por allí", alegado también por alguna otra persona relevante en piezas todavía no cerradas de los infinitos episodios de presunta corrupción que, estamos todos de acuerdo, han asolado España.

Pero bueno, a lo que vamos... Les decía que, más que meterme ahora en la harina de si tocaba o no esta sentencia, en general verdaderamente atenuadora de las penas pedidas por la Fiscalía, iba a analizar otro aspecto que me interesa en relación con la misma. Y este es el modo en que el pronunciamiento de la Sala ha sido acogido por la opinión pública y algunos de sus actores con mayor proyección. Y el resultado, una vez más, ha sido el de encontrarme una realidad fuertemente polarizada.

Me he dedicado a recopilar, en estas primeras horas de conocimiento del texto, las opiniones que han sido compartidas desde diferentes medios, de todo tipo y a través de canales diversos. Y, repito, la sentencia no deja a nadie indiferente, pero muestra una realidad un tanto rota, tan diversa en el análisis que pareciese referirse a hechos distintos. De las personas que tienen claro que la misma suaviza el papelón con el que ha tenido que lidiar la Casa Real con todo este entuerto, hasta quien ve en la condena de Urdangarín un nuevo golpe a la misma. Para unos, ese acto afea a dicha instancia, y para otros la sentencia contribuye a marcar y certificar una distancia que tal institución se ocupó, ya en su día, de dejar bien clara.

En la política ha sido igual. Muchos dicen que el Estado de Derecho ha funcionado a la perfección y con pulcritud al no haberse arredrado al sentar a la Infanta en el banquillo, mientras que otros hablan -negro sobre blanco- de un paripé perfectamente orquestado del que las conclusiones ya estaban medio cantadas. Y que, por tanto, muchos de los actos previos no tenían sino una finalidad cosmética, para proceder luego a la redacción de una sentencia cuando menos benévola, habida cuenta las peticiones de pena a la que se enfrentaba buena parte de los acusados. Una nueva evidencia, si cabe, de que la realidad vuelve a ser interpretada -en los dos casos más extremos- exactamente del color del cristal con que se mira. Algo que se da hoy en todos los ámbitos de esta sociedad y que, francamente, me preocupa.

Y es que me encuentro a pocas personas no ya dispuestas a discutir dejando a un lado los prejuicios, sino ya capaces de hacerlo. Hemos evolucionado tanto en fractura social -y más que lo haremos en esta legislatura convulsa-, que muchas de las opiniones que se vierten son fácilmente previsibles. Cada uno se alinea en la parte en que, por motivos diversos y a veces un tanto naïf, ha quedado encuadrado, y poco se sale de ahí con criterio técnico o verdaderamente analítico. Y, a partir de eso, poco más.

Es por eso que hoy hay un país partido en dos a partir de la interpretación de la sentencia, pero también de casi todo. Las diversas opciones políticas -todas- arriman el ascua a su sardina sin importar demasiado el bien común, y aquí hay que ser del Madrid o del Barcelona -o del Deportivo o del Celta- sin que haya demasiadas almas que afirmen con rotundidad que disfrutan igualmente de un buen partido de cualquiera de ellos o que, incluso, son más del baloncesto o que, simplemente, no les interesa demasiado todo ello. Se simplifica la realidad, por definición compleja, y, volviendo al caso, parece que todo el mundo estuviera ya alineado o con los postulados de quien -con bastantes dificultades, por cierto- consiguió llevar a la Infanta al banquillo, o con quien renegó de tal posibilidad desde el primer momento. Todo previsible.

En fin... Que les vaya bien a todos ellos, y a ustedes también. Al fin y al cabo, en este paso fugaz que es la vida, más vale no envenenarse demasiado con determinadas cuitas. Sinceramente, no vale la pena. Lástima que, por el medio, se haya dilapidado tanto dinero de todos que, en muchos casos, ni siquiera ha sido devuelto.