Buenos días! ¿Les he dicho alguna vez mi opinión sobre cuál es la provincia gallega más bonita? Pues, por si no lo he hecho, aquí va. Sin duda, para mí, la de Ourense. Y no porque en A Coruña no existan lugares mágicos, en Pontevedra sitios fantásticos o en la montaña de Lugo rincones maravillosos... No... Sobre todo porque en Ourense hay también muchos de estos y, supongo que, por una menor presión demográfica o un menor desarrollo industrial, mucho más vírgenes. Sus bosques, sus picos, sus cañones y, en general, un paisaje verdaderamente sublime me siguen dejando, después de tantas visitas, francamente anonadado...

Este artículo está escrito a caballo entre Trevinca, Manzaneda, O Bolo y A Gudiña, en una visita rápida de estos días pasados, ya terminada. Un regalo siempre para los ojos, las piernas y los pulmones, que respectivamente ven por tales pagos un paisaje fascinante, caminan lo indecible y respiran lo más parecido a un aire puro al que podemos aspirar en estos tiempos en que tal cosa es un bien escaso.

Pero no les voy a hablar de las maravillas de mi provincia favorita, de la que si los ourensanos me dejan, me considero un poquito hijo adoptivo. No es esa mi intención, no vaya a ser que les anime a todos ustedes a disfrutar el Sil, O Invernadoiro, las Terras de Trives o a discurrir parejos al hermoso itinerario del Xares. No lo voy a hacer, que se me terminará entonces la tranquilidad casi inimaginable hoy, y a la que sigo aspirando de vez en cuando. Mi tema hoy con estas líneas, que me apuro a compartir con ustedes, es otro. Y es peor.

El caso es que, a menudo, cuando decido poner tierra de por medio entre el mar y yo, me lanzo por la N-120 -la mítica Logroño-Vigo- y termino visitando As Ermidas, A Veiga o Xares y A Ponte, me voy a Viana y su comarca o me refugio en alguno de los bosques sublimes de la extensa provincia rica en ellos, aunque castigada por los incendios provocados de los últimos años... Y les puedo asegurar que dicha carretera, a la altura de poblaciones como Quiroga o A Rúa, es muchas veces un verdadero infierno...

¿Por qué? Pues, no cabe duda, por lo que yo llamo "camiones asesinos". Algo que me ocurre con frecuencia en esta ruta y que, una vez más, he constatado estos días... Tomen nota: se trata de enormes camiones que, en zonas limitadas a 80 o 90 kilómetros por hora, y en las que veo difícil en cualquier caso tomar las curvas a más, se pegan detrás de uno -al límite permitido de velocidad para un turismo- y, cuando no le hacen luces, accionan su claxon o aplican cualquier otra forma de presión para no tener que reducir su velocidad en las bajadas, con lo que tratan de compensar su menor tiro en las subidas. Las consecuencias de tal irresponsable y poco profesional actitud pueden ser graves pero... ¡qué más da! Y no me valen como argumento los escasos márgenes del transporte hoy o las dificultades económicas que hacen que haya que optimizar los tiempos... Estos no son nunca una excusa para algo tan grave como ponerse en peligro y, a la vez, amenazar la integridad de los demás.

Quien así conduce conoce bien la carretera, de ir una vez tras otra, y trata de imponer su ritmo. Bueno, un ritmo que, aplicando la legislación vigente, le estaría prohibido. Y es que, además, cualquier fallo a esa velocidad y con semejante masa inerte en movimiento, será necesariamente fatal. Uno trata de zafarse de tales vehículos, pero es imposible sin aumentar la velocidad por encima de lo permitido o, aún peor, sin jugársela en cada curva. No parece importarles el desastre que puedan producir, sin saber si quien conduce delante conoce tan bien como ellos la carretera o no, o cuál es el estado de sus aptitudes psicofísicas.

Evidentemente, solo una pequeña parte de los camiones son conducidos así, de tal guisa. O, lo que es lo mismo, una buena parte de los camioneros en esa ruta sabrá de lo que hablo y lo desaprobará. Pero estadísticamente no es poco frecuente, porque siempre encuentro alguno de esos "camiones asesinos" que se me pega detrás... Un problema real que, supongo, habrán percibido muchos más conductores. Y que los habituales de la zona conocerán y, me imagino, habrán denunciado alguna vez.

Y, claro, de todo ello hay consecuencias... Si uno echa un vistazo a la banda bionda en esa carretera, pequeños ramos -algunos de plástico, por aquello de permanecer más tiempo visibles- aparecen de vez en cuando atados primorosamente a sus anclajes. Son testigos mudos de la desgracia y el vacío, de la muerte y el desconsuelo. Esas son las consecuencias de esta imprudencia que les cuento y, supongo, de otras muchas. Pero siempre, todas ellas, basadas en la velocidad. En la irresponsabilidad. En la locura colectiva de suponer que nada pasa, y luego lamentar y llorar como si el desastre fuese algo inconexo con tal previa falta de responsabilidad. Es necesaria otra cultura de la carretera y de la velocidad. Y, además, una buena vigilancia en la zona a la que aludo para, por ejemplo, recordarles a determinados profesionales cuáles son las reglas y cuáles no. Como siempre, muchos necesitan palos, porque eso de la lógica, la educación, el respeto y el civismo no va con ellos de oficio. Hay que imponerlo. ¡Qué pena! Antes los camioneros eran siempre, sin duda, los ángeles de la carretera. Ahora algunos no.