"El fuero para el gran ladrón, la cárcel para el que roba un pan".

Pablo Neruda

Hace rato -ni días, ni semanas- que me estoy hartando de lo aburridas que son las crónicas de tribunales, de los sumarios enciclopédicos, de las argucias técnicas para defender lo indefendible, de las artimañas dilatorias que llevan a la prescripción del presunto delito. Creo que desde el juicio de Campamento en el que se sentaron algunos de los culpables del 23-F, para salirse de rositas, he quedado vacunado y no he vuelto a entusiasmarme siguiendo las peripecias de personajes más propios de las revistas de la víscera, que de la prensa seria. Por otro lado, la tendencia al estrellato de muchos delincuentes, de sus abogados, de sus acusadores particulares, de algunos fiscales y jueces, ha terminado con muchas paciencias; desde que allá por los 80 aquel alcalde de Jerez de la Frontera, Pedro Pacheco, fuera condenado por despacharse a gusto con la frase "la justicia es un cachondeo" y después absuelto, las cosas han cambiado mucho, hoy lo llevarían de tertuliano de plató en plató y estaría forrándose haciendo bolos; lástima que después lo pillaron prevaricando, una lástima.

El refranero es muy claro al decir lo que piensa de la justicia, por eso no se equivoca al aconsejarnos huir como de la peste. La mayoría lo intenta, quien no lo consigue se ve envuelto en pleitos, trascendentales para él, pero livianos para los profesionales que participan del evento; lo frecuente es que sea un injusto despido, una bronca para repartir una menguada herencia, un mal divorcio, la comunidad de vecinos que no se aclara, un problema de tráfico; su turno tardará mucho tiempo en ser visto y, cuando se vea, será visto y no visto; la cuerda romperá por el lado más débil.

El común de los mortales podrá intentar, está inventado hace mucho tiempo, montárselo de infanta, o de Rato, argumentando que no sabía nada, que nada le constaba y que la culpa fue del mayordomo; pero al común de los mortales este recurso no les cunde, a los poderosos, sí.

Casi me atrevería a decir que, en algún momento, todos fuimos o intentamos ser infantas, cuando de críos escapábamos de la zapatilla materna, del sopapo del maestro, de la porra corriendo delante de los guardias, de la mala leche del sargento, de la úlcera del capataz que descargaba su ira, del despotismo de la autoridad que nos multa.

Podría ser que fuésemos culpables o no, en el segundo caso nunca delataríamos al responsable, en el primero siempre trataríamos de escurrir el bulto, pero siempre nos alcanzaba la zapatilla, el guantazo, la bronca, la multa, el arresto. Por aquí abajo no nos funciona el truco de la infanta, pero aún podemos mirarnos al espejo sin olvidarnos del consejo que nos daba Francisco de Quevedo: "Donde hay poca justicia es un peligro tener razón".