Tengan ustedes buenos días. Poco le queda ya a este invierno, que pasa sus últimos días tuneado de primavera o, si me apuran, incluso de verano. Y es que a principios de la semana que entra, una nueva primavera inundará de luz nuestros paisajes. Ya quedará entonces menos para el verano, en esta rueda cíclica de la existencia, en la que vivimos y que se nos ofrece cada día de manera única, efimera y verdaderamente apasionante.

Porque lo que nos ocurre en todos y cada uno de los momentos en que estamos aquí, no tengan duda, es único, irrepetible y digno de ser vivido con fruición. Habrá vivencias buenas y malas para nosotros, pero de todo se aprende, y todo -por malo que sea- se pasa mejor con la más positiva de las actitudes posibles. Y es que cada uno de los instantes de la vida es, en sí, flor de un día. Si no nos los creemos y si no los sentimos, incorporándolos a nuestro sentimiento, nos los perderemos irremediablemente. Sinceramente, lo creo así. Y esto, fíjense, se lo dice un tipo racional y analítico, quizá muy poco emocional, pero que a partir de la cabeza llegó a esta conclusión hace ya alguna década. No vale la pena, pues, quedarse en lo meramente operativo, engancharse en detalles irrisorios relacionados con alguna forma particular de vida o de entendimiento, o amargarse por cuestiones que pueden parecer montañas pero que, vistas desde la perspectiva oportuna, no son más que granos de arena. Como dice el proverbio, hay problemas y chorradas. Y todo lo que no sean verdaderos problemas, no tiene sentido que nos estropeen uno de estos días, irrepetibles y efímeros, que forman parte de nuestro tesoro más preciado: existir.

Esta actitud me parece especialmente importante hoy, en un momento en el que parece que volvemos de alguna forma a un cierto nivel de autarquía, a la cerrazón, a las miras más cortas y a una sociedad un tanto más oscura. Y si no que se lo pregunten, porque es un buen caleidoscopio de la realidad, a la democracia más avanzada del mundo. Ayer, por casualidades de la vida, me disponía a tomar café con un amigo. Y, de repente, aparece por allí alguien a quien conocía mi amigo, profesor en una universidad norteamericana y expatriado desde hace muchos años de nuestra Galicia. Estaba de paso, y el encuentro sirvió para una interesante conversación a tres, de esas que a mí me enriquecen y me aportan. Una charla improvisada con alguien a quien no conocía de nada, pero que me sentó bien.

Él nos contó su visión de la América de Trump, en los albores de lo que será una presidencia polémica y no exenta de consecuencias a nivel nacional, regional y mundial. Una visión desde una atalaya peculiar, la de profesor extranjero, en una universidad de referencia, durante años. Y en una ciudad, por supuesto, que no es en ningún modo uno de los principales feudos del nuevo inquilino de la Casa Blanca. Nuestro interlocutor nos explicaba que, según la doctrina Trump, se presenta precisamente a estas grandes ciudades mucho más cosmopolitas e interconectadas con el resto del mundo como un problema, cuando la prosperidad de los Estados Unidos tiene que ver mucho más con ello que con las zonas más rurales y conservadoras, más cerradas en sí mismas, que han aupado al candidato republicano a la presidencia. Y, fruto de esta y otras lógicas de desgaste y erosión, nuestro interlocutor nos presentaba a una sociedad inmersa en una cierta zozobra, con enormes colectivos preocupados por la deriva que puedan tomar las cosas a partir de los mensajes xenófobos y excluyentes auspiciados desde el poder.

Fue un rato agradable en torno a un café y unas ideas, sí. Y, de vuelta a casa, reflexionaba yo sobre la trasposición de esta doctrina a nuestra vieja Europa. Sobre el frustrado -por ahora- Nexit, o por lo que sucederá dentro de poquito tiempo en Francia y en Alemania. Sobre las grandes transformaciones que necesita nuestro país para convertirse, de una vez por todas, en una sociedad moderna. O, ligando con algunos de los anteriores artículos, con el actual pie cambiado que tiene Europa en muchos de los aspectos que hoy mueven el mundo...

Reflexionaba, sí. Y, al tiempo, me fijaba en el avance de la primavera rozando ya el crepúsculo. Magnolias y ciruelos en flor, los perales exhibiendo toda su belleza, y prímulas adornando las márgenes de la carretera. Y el olor de la incipiente noche, aún no de verano pero queriendo acercarse a él, impregnándolo todo. Reflexionaba, llegué a casa y procuré volcar todas esas sensaciones para ustedes. Ahí les quedan. Ya me contarán qué les parecen...