Hace unos días participaba en una cena de celebración, de fin de temporada, de una organización con la que estoy relacionado profesionalmente. La misma, de muy reconocido prestigio, presenta desde hace décadas unos indicadores de desempeño verdaderamente excepcionales a nivel nacional, o incluso internacional, en el ámbito en el que presta sus servicios. Su director, en las palabras de agradecimiento que dedicó a las personas existentes, insistió en una idea que comparto, que hemos tratado muchas veces aquí de una forma o de otra, y sobre la que hoy -en este primer artículo del mes de julio- quiero volver.

Él decía, y yo retomo y amplío, que las personas son factor clave de éxito en una organización. Pero no en todas, sino en aquellas -sobre todo- que destacan. Aquellas que crean más valor que ninguna. Y aquellas que, a la postre, son miradas y reconocidas por los demás. Las personas, no cabe duda, son lo más importante en cualquier tipo de emprendimiento humano. Si las personas fallan, podemos hacer lo que queramos, que fracasaremos antes o después. Pero si las personas nos acompañan, con poco se pueden mover montañas.

Miren. En Economía se habla de la productividad restringiendo normalmente tal término al factor humano, aunque cabría hablar de la misma en relación con todos los factores de producción. Pero el reactivo limitante en dicha ecuación, que dirían los amigos químicos, es la productividad de las personas. Por eso se liga ya casi indefectiblemente productividad y personas. Y es que, si hacen falta más máquinas, siempre se pueden comprar o adquirir de alguna otra manera. Y si el problema es el capital, hay fórmulas para obtenerlo si el proyecto lo merece. Pero si las personas fallan, no hay vuelta de hoja. Las personas son, sí, factor clave de éxito. O de fracaso. Pueden ser un factor enormemente multiplicador de la iniciativa y la potencia de la organización. O un lastre de proporciones descomunales.

Por eso es importante la buena dirección y desarrollo de personas. Yo muchas veces me maravillo -para mal- cuando los propietarios de cualquier tipo de empresa optan por un perfil profesional y no ejercen ellos mismos el control directo, pero no toman la decisión apropiada en materia de elegir tal liderazgo. Así por ejemplo, a veces ocurre que en un hospital hace falta un director y esto se le propone a veces, sin más, a un médico sin formación específica en dirección. O cuántas veces en un colegio un profesor, sin otra experiencia y formación adicional, toma las riendas. O incluso cuando en cualquier fábrica -más veces de las que creemos- acontece algo parecido... Y no hablemos ya de los desaguisados de la política y, en particular, de las instituciones del Estado, verdaderamente lacerantes en España. Recuerden que yo he denunciado aquí más de una vez los nulos méritos de aquellos a quienes a veces se coloca en cargos ejecutivos, no dimanados de las urnas, sin ningún bagaje profesional o formativo. La dirección y desarrollo de personas son competencias directivas que han de ser asumidas por personal especializado, con experiencia y formación en alta dirección. Y es que las personas son lo más crítico, con mucha diferencia, en cualquier organización.

Porque con personas motivadas, centradas, al tanto de la estrategia global de la organización, implicadas en su mejora continua y bien orientadas a resultados, cualquier empresa mediana puede, literalmente, volar. Y, sin embargo, son las empresas con personas quemadas y aisladas, maltratadas y poco valoradas, las que suelen presentar problemas estructurales de mucho más difícil solución. Y es que lo emocional es inseparable de lo racional, y todo ello está ligado indefectiblemente al hecho productivo.

Por eso aplaudo las palabras de quien, orgulloso de su equipo, hablaba de personas en el entrañable acto del que les hablo. Las personas lo son todo a nuestro alrededor. Y esto, cuya expresión explícita en el ámbito laboral muchas veces se reserva para las jubilaciones o, peor aún, cuando sucede el óbito de algún compañero, es importante reseñarlo cada día. Las personas, en las organizaciones, son su principal tesoro. Hacemos lo que hacemos porque, en materia de gestión de personas, dos y dos puede dar veintiséis. La suma de lo que yo y tú hacemos es mucho más que nuestra contribución por separado. Trabajar con personas que no sólo lo entienden, sino que lo defienden con ilusión ante los demás, es un lujo tibetano, en tiempos donde las malas empresas sólo saben externalizar, subcontratar, reducir su equipo directo a mínimos por debajo de la viabilidad y mirar de forma cutre al futuro. No se dan cuenta de que son las personas -comprometidas, motivadas, orientadas a la tarea, ilusionadas- las que cada día se baten el cobre en las organizaciones... Y las que, siempre, son las mejores embajadoras de su causa.