Nuevo saludo efusivo que les mando, esta vez con esta columna escrita sentado en el que puede ser uno de los bancos con vistas oceánicas más bonitas del mundo. ¿Loiba? Pues no, ese también es un lugar precioso, pero este es otro banco, en otro lugar. No les diré cuál, porque precisamente de esto trata este artículo. De los sitios que, de repente, saltan al candelero, volviéndose la visita a los mismos verdaderamente imposible o, al menos, muy difícil... Será una reflexión sobre qué buscamos en nuestros destinos de vacaciones, qué nos motiva y por qué acudimos a los sitios.

Pues eso, sentado en este banco especial, al que me gusta venir de vez en cuando, en un lugar verdaderamente precioso, allá donde se homenajea a la joven Eva María y donde unas flores frescas custodian siempre su memoria, ejerzo esto tan telúrico de sentarme frente al mar y, al tiempo, dirigirme a ustedes. Tierra y mar, comunicación y recogimiento, tranquilidad aquí y una villa y una comarca llena de turistas allá abajo. No cabe duda de que me hallo en una tierra de contrastes.

Al tiempo, seguro que en Loiba la situación es, como siempre, crítica. Lo que promete ser una experiencia de paz se convierte en un estrés, exactamente igual que en As Catedrais, La Ruta del Cares o el mismísimo Parque de Ordesa... Ciertamente, una buena parte de las personas que, cada año, salen expelidas por estas fechas de las grandes ciudades, terminan congestionando los mismos puntos. Y sin que muchas veces reparen en que, cambiando ligeramente el rumbo, hay lugares iguales o más bellos, y casi desiertos. Como ahora este sitio.

Durante años no entendí por qué ocurría eso. Recuerdo un verano en el Parque de Redes, en Asturias. En la cumbre del Retriñón encontramos a un hombre comiendo un bocadillo. Fluyó la conversación, suave y tranquila, y nos sentamos a comer juntos, embobados oteando un paisaje sublime. Mientras, mi sobrina se había quedado atascada en la carretera a Covadonga, en medio de un caos de tráfico monumental, con miles de personas en la zona. Es algo que nunca pude entender...

Ahora veo en la diversidad un atisbo de respuesta a esta cuestión. El otro día, muy alegre, alguien me decía "por fin se ve un poco de ambientillo", refiriéndose a una villa que, en este tiempo, está literalmente atiborrada. En la misma es imposible cenar fuera, muchos días te quedas sin pan y no digamos ir a uno de los pocos supermercados, que quedan absolutamente desabastecidos en muchas ocasiones. Algo que a mí, que me gusta la tranquilidad y la paz, me descoloca... Pero a ella le gusta sí, y es uno de esos seres -hay muchos- que afirman que no se irían de vacaciones a un lugar donde no haya tal colorido, tal algarabía y rebumbio.

Todos somos distintos, les decía en otra columna. Y hoy lo refrendo. Yo nunca iría a Loiba un día de agosto, aunque he estado en muchas ocasiones, sobre todo cuando nadie lo visitaba. Y jamás pisaría As Catedrais teniendo que obtener antes un tique. Pero me doy cuenta de que habrá otros seres humanos que no harían jamás lo contrario. Y para los que mi paraíso perdido, precisamente por perdido y olvidado, es menos paraíso. Algún día un youtuber, un influencer o alguien parecido lo pondrá de moda. Y entonces yo no acudiré, pero para otros muchos será "lo más". Vivir para ver, y ver para vivir, que no pasa nada. Aquí cabemos todos -y todas- y la esencia y la gracia, así como la virtud, está en respetar lo del otro, respetándonos a nosotros mismos...

P.D. Ay, si me hubiesen respetado también durante la comida en uno de esos restaurantes especiales y con buen género... Lo digo por lo de la música ratonera esa que le ponen algunos posmodernos a sus hijos para que les dejen en paz durante la comida, con el fin de estar más tranquilos y endosarles la paliza a los comensales de la mesa de al lado... En fin... Ese es el punto débil del mes de agosto... Ahí no hay ni paraísos ni bancos perdidos. Por el restaurante pasamos todos, y entre sus gritos -conversaciones- y la música, no queda ya mucho espacio para la paz...