Circulan estos días, en periódicos y otros canales, distintos textos -emotivos y conmovedores- correspondientes a profesores, una educadora social y otras personas que se pronuncian sobre qué pudo haber fallado en la corta trayectoria vital de los componentes de la célula que atentó en Barcelona para que su final hubiese sido precisamente ese. En alguno de los casos los firman personas que trabajaron personalmente con los chicos -eran solo muchachos- protagonistas de tan macabra historia. Los he leído con interés, porque aúnan dos de los aspectos que más me interesan profesionalmente, servicios sociales y educación, y les aseguro que dan para mucho. Alguno de esos textos es, desde mi punto de vista, francamente bueno.

Aquí hemos tenido tiempo para esbozar algunas de esas mismas pinceladas, a las que aludía en la última columna que compartimos. Elementos para una sana convivencia y un desarrollo personal óptimo, que tienen que ver con la existencia de un mundo muy personal e interior y una riqueza experiencial que hoy faltan muchas veces en nuestra sociedad. Por eso me he decidido por volver a titular una columna Educación, educación, educación... No es la primera ni la segunda vez que lo hago. Pero así actúo porque estoy seguro de que, si hay un camino para la mejora personal y colectiva y la adquisición de ese mundo interior, que nos protege frente a los cantos de sirena de terceros, es precisamente ese: la educación en su sentido más amplio.

Miren, vivimos en una sociedad bastante errática. Parece como si todo estuviese inventado ya, y nos refugiamos en la virtualidad negándonos a vivir una existencia basada en la conexión real con el entorno y las personas con las que moramos. Como decía también en la última columna, hoy la indiferencia parece blindarnos ante los sentimientos más básicos. Y todo, o casi todo, se construye en base al beneficio. Si a eso sumamos una pérdida importante de referentes en los campos más variopintos -tanto es así que generamos artificial y grotescamente algunos para compensar tal situación-, el desaguisado está servido. Y, en este proceso, son muchos los chicos y chicas que quedan absolutamente al margen. Personas que, por lo que sea, necesitan un empujoncito y una sonrisa de alguien. Un tú vales, y el sentimiento de una tarea que acometer con un grupo. Obvio decirles que, en ese proceso, hay quien pesca en ríos revueltos, y capta así personas desnortadas y confundidas, envolviéndolas en los tules y las alharacas de un supuesto proyecto para ellos por parte de la divinidad. Nada más falso, claro. Y van los pobres y matan y se matan, sin más.

Pero no hace falta llegar a esos extremos -tan de máximos- para detectar chicos y chicas desnortados, decepcionados y hastiados a edades sorprendentemente bajas. Muchos otros chicos no caerán jamás en fundamentalismos, pero experimentan la misma desgana vital por casi todo. Ni sus padres ni sus familias son referentes de casi nada, y tampoco encuentran tales figuras en una sociedad en la que casi nada les motiva o interesa. Falta perspectiva vital. Y, en ese contexto, cualquier acción adrenalínica que asegure emociones fuertes y continuadas, se llevará la palma. Sea la conducción temeraria, que siega vidas, los comportamientos irresponsables, o vete tú a saber qué, incluidos los fundamentalismos de todo tipo. O la droga o el alcohol, tan en boga hoy y de los que hemos hablado en muchas ocasiones, hasta cualquier tipo de comportamiento destructivo, con uno mismo o con los demás.

Pero hay un antídoto que, como decía antes, da mucha mayor dimensión a la persona y la aísla de tales riesgos. Y este no es otro que el aprendizaje, el conocimiento y la adquisición de un bagaje de competencias, actitudes, aptitudes, ideas y creencias propias, que nos den una personalidad sólida, y que nos permitan expresarnos libremente y querer crecer un poquito cada día. Entender cuál es la evolución que nos ha llevado a la concepción actual de las cosas, intentar acercarnos a la ciencia y a las letras, y tener en cuenta el pensamiento de todos los que nos han precedido, que han sido muchos y se han enfrentado, más o menos, a los mismos problemas. Cuestionarse mil cosas cada día, empezando por las más encorsetadas o enquistadas, y tratar de emprender una vida libre, donde el haz el bien y no mires a quién da muchas satisfacciones personales, aunque pocas recompensas. Ponerse en el lugar del otro, y tratar de entender qué harían los demás ante tus cuitas, o intentar ver la botella siempre medio llena, aunque a veces cueste mucho. Eso es posible si tus fundamentos son sólidos, y eso lo da tu bagaje educativo.

La educación, con mayúsculas, dentro y fuera de las aulas, es el camino. El mejor remedio contra todo tipo de fundamentalismos, y el arma más potente para mejorar la vida nuestra y la de los que nos rodean. La educación salva vidas, porque muchos de los conflictos existentes -también en nuestro país- se zanjarían con mayor nivel de cultura y conocimiento. Y permite poner al hecho económico -importante, pero cuya prioridad no ha de ser siempre la máxima- en su justo lugar.

La educación es la mayor inversión que nos podemos plantear con perspectiva de futuro. No solo la educación científica, que es importante, sino la ligada a valores y al propio ejercicio del pensamiento, con el objetivo del advenimiento de una sociedad mucho más civilizada, orientada a valores de lo común y al respeto -no a la indiferencia- en lo personal, y con una estrategia a largo plazo, que defina qué queremos ser como pueblo y por qué, profundamente enraizada en el ejercicio democrático.