Retirar de las Ramblas de Barcelona todos los testimonios de condolencia amontonados en la rotonda del mosaico de Miró ha sido laborioso, pero con la última flor mustia desaparece el alegato callejero del trágico atentado terrorista allí ocurrido el 17 de agosto. Los que no desaparecerán tan fácilmente son el recuerdo, las vivencias y las secuelas de ese jueves de agosto en Cataluña. Como tampoco se esfumarán de los móviles y tabletas, a no ser que lo borremos, el aluvión de mensajes, fotos y vídeos que han circulado por estas fechas. Excepto en un par de ocasiones, me he hinchado de apretar la el botón de eliminar para quitar de mi vista, sin caer en la tentación de pasárselo a otros, los incontables mensajes de odio, afrenta, revancha y demás improperios que me llegaron. No quería contribuir a inflar el conflicto echando más gasolina al incendio. De la quema de tantos y tantos mensajes insultantes revelo algunos de los que salvé: uno que invitaba a elevar súplicas a Dios por todos, víctimas y asesinos; el otro explicaba las diferencias entre que es ser árabe, musulmán, islamista y yihadista. Muy ilustrativo y necesario para no aumentar más la confusión.