Recién llegado yo a Galicia, de eso hará veintitantos años, me quedé perplejo cuando un armador, con quien coincidí en el muelle pesquero, me desmontó la complejidad que le manifesté porque no comprendía cómo había tanto incendio forestal en la zona más húmeda de España. Entre otras cosas, recuerdo bien que dejó latente la intencionalidad de los incendios en muchos casos para conseguir más zonas de pastos y por algo del precio -que no entendí del todo- de la madera que se saca de los montes quemados. Me pareció una sinrazón, pero quedaba nítido que el problema del fuego en los bosques gallegos es más complejo de lo que a primera vista puede parecer. Hace dos semanas este diario tituló lo siguiente: "Galicia sufre en apenas 48 horas casi 50 incendios intencionados". Más de lo mismo, pensé. Y al comentarlo en la tertulia, uno de esta tierra sacó a relucir las venganzas vecinales, el hacer daño al oponente, quemándole su trozo de monte. Otra sinrazón peor porque iniciado el fuego vete tú a saber dónde acaba y qué daños, incluso humanos, puede causar. En todo caso, la voluntariedad queda patente. Hay que hacérselo mirar, que diría uno cuando no está claro el remedio.