Martín: "Soy de los que distinguen entre decepción y desilusión. Depende de cada persona el daño que producen. En mi caso, la primera no deja secuelas y en más de una ocasión me vino muy bien para tomar decisiones que mejoraron mi vida. Casi siempre llegó por errores míos: un cálculo excesivamente optimista de las probabilidades de éxito en una relación, en un trabajo, en un proyecto. Cuando esperas mucho de algo o de alguien es casi inevitable sentirse decepcionado, unas veces por causas propias y otras por razones ajenas. Tan perjudicial es sobrevalorar como minusvalorar.

Me ocurrió con mi primera esposa: puse tantas esperanzas en ella que olvidé que en los pedestales solo hay figuras de piedra o bronce. La idealización no es buena consejera. Nunca. No puedo decir que ella me decepcionara. Lo que me decepcionó fue mi incapacidad para abrir los ojos a tiempo y mi cobardía a la hora de aceptar que el error debe corregirse antes de que se convierta en fracaso. Pero aprendí la lección. También la aprendí cuando me despidieron de un trabajo por el que había luchado con todas mis fuerzas hasta que descubrí que no estaba preparado para él, ni quería estarlo. Contradicciones, que no incongruencias. Fue una decepción saludable. Pero la desilusión... ay, amigo, con esa no hay quien pueda si se empeña en atenazarte con sus garras.

Es tóxica y no hay forma de encontrarle antídoto. De alguna manera, se alimenta de nuestros miedos más ocultos y trata de tú a tú a nuestra desconfianza. Te desilusiona alguien a quien habías dado plenos poderes para instalarse en las mejores zonas de tu vida y cuando te das cuenta ya no hay marcha atrás: te sientes vacío y abominas del escarmiento que acompaña a las decisiones porque una parte de ti, quizá la mejor o la menos mala, se desvanece para siempre".