Llegada la hora decisiva, en la que cualquier paso adelante por una y otra parte difícilmente tendrá ya posibilidades de retorno, el compás de espera abierto en la crisis catalana ha rebajado momentáneamente la tensión y atemperado los ánimos. Eso, hace tan solo una semana, parecía una quimera, abocados todos a un imprevisible estropicio y a estrellarnos contra un muro. Y es buena la relativa calma porque, aparcadas las comprensibles e inevitables pasiones que genera este asunto capital en Cataluña y en España, para solucionar de verdad este conflicto, las ideas y el raciocinio tienen que empezar a abrirse paso sobre el corazón y los sentimientos. Desde un único escenario: la legalidad vigente. La Constitución

Una mayoría política en España, el 73% de los diputados, y social, expresada en numerosos testimonios espontáneos y en manifestaciones abrumadoras, considera a Cataluña parte esencial e indisociable del Estado, cree en la Constitución, está dispuesta a actualizarla para adaptarla a los tiempos modernos y también a defenderla con los medios a su alcance frente a quienes la pisotean. Una mayoría política catalana, el 52,5% de los diputados, pero no social, el 47,7% de los votantes en las últimas elecciones autonómicas, cree que sólo los catalanes tienen derecho a decidir sobre sus asuntos, defiende una nación propia y pretende conquistarla sin importar el coste que entrañe.

Lo ocurrido en la última semana en el Congreso y en el Parlament, con la comparecencia respectiva de los presidentes Rajoy y Puigdemont, deja las posiciones nítidas. Ambas partes no pueden ignorarse. Sin que hayan llevado todavía los planteamientos a sus últimas consecuencias ya es demasiado el daño infligido.

Los catalanes conocen perfectamente el secesionismo. A diario se les manifiesta. De su reivindicación, el resto de los españoles tiene evidencia, pues lleva décadas brotando, en diferentes episodios y con intensidad diversa, como problema persistente de la agenda nacional. De que también existe otra forma de pensar diametralmente opuesta, igual de respetable y muy numerosa, la manifestación del pasado domingo en Barcelona constituye la irrefutable prueba. Además, la burguesía catalana, representada por sus empresas, ha marcado distancias con la deriva del proceso y mueve sus sociedades al refugio de otros puertos. Ambas realidades obligan a los políticos a recapacitar y a actuar con la máxima sensatez y cordura. Por la desatención imprudente de unos o por la osadía irresponsable de otros, las cosas han avanzado demasiado lejos.

Resultará imposible encauzar las aguas, antes de que el desbordamiento cause un destrozo irreparable, sin unas reglas claras de juego a las que atenerse y sin buscar un punto común desde el cual intentar los acuerdos. Ese camino del que partir no es otro que el de la legalidad vigente: el Estado de derecho constitucional, único ancla capaz de aportar estabilidad, seguridad y certezas.

La Generalitat tiene que volver, sin circunloquios, a respetar el ordenamiento jurídico del cual emana su propia legitimidad. Un orden que, por supuesto, ni es perfecto ni inmutable, pero que prevé cauces suficientes para autocorregirse: los que ahora los partidos mayoritarios han consensuado explorar. El modelo territorial y la Constitución necesitan una puesta al día, lo que para nada significa reventar sus costuras. Cuanto más porfía el Gobierno catalán en atribuir validez a su parodia de referéndum, más filigranas disparatadas ensaya para enaltecer su relato y más machaca al discrepante, más ridiculiza su postura, convirtiéndola en esperpento internacional.

Mal que les pese a algunos, la Constitución de 1978 proporcionó a España, y en especial a Cataluña, una época de paz y prosperidad sin parangón en la historia. Resulta un hecho tan incuestionable y objetivo como poco valorado, por constituir la normalidad, lo habitual. Basta con rescatar ese espíritu, el mismo que permitió a los españoles construir una obra admirada y admirable, singular e inédita en el mundo, para hallar ahora la solución a este laberinto. Un gigante del Estado, no suficientemente reconocido, Torcuato Fernández-Miranda, obró el milagro de transitar de la dictadura a la democracia mediante un complejo y sofisticado mecanismo que él mismo resumió en escuetas palabras: "De la ley a la ley, a través de la ley".

Fue, dicho de modo sencillo, un salto del franquismo a lo contrario, la libertad, que no implicó rupturas ilegales ni inmovilismo. Si España desmontó un régimen oscuro y opresor mediante los propios fundamentos jurídicos que lo sustentaban, ¿cómo no va a hallar desde el respeto a la convivencia pactada un modelo en el que quepan las divergentes sensibilidades de sus pueblos? En la legalidad, y solo desde la legalidad, negociación. No hay atajos o sendas alternativas. Ni hace falta ser adivino para prever lo que salirse de este marco traerá consigo: mucho dolor, un inmenso dolor, odios funestos y empobrecimiento para todos. No habrá ganadores.