Galicia, en cuya epidermis son aún visibles las cicatrices de los devastadores incendios de 2006, ha quedado asolada de nuevo por la virulenta tormenta de fuego que el pasado domingo sumió el sur de la comunidad en una pesadilla de muerte, horror y caos.

Una cadena de incendios desatados casi simultáneamente en una jornada de riesgo extremo por las altas temperaturas y los fuertes vientos, agravados por los largos meses de sequía que convirtieron los montes en yesca, desembocó en cuestión de horas en un frente de llamas imparable que cercó núcleos de población y llegó a la propia ciudad de Vigo.

Las imágenes de los angustiados vecinos del entorno metropolitano vigués organizando cadenas humanas con cubos de agua para evitar que las llamas llegasen a sus viviendas o de los conductores de coches atrapados en el túnel de A Cañiza en la A-52 dan la medida del pánico generado en la población.

El dolor y la solidaridad en el peligro se solaparon dramáticamente: un hombre murió al ayudar a una amiga a salvar su vivienda. Dos ancianas sufrieron una muerte atroz al quedar atrapadas en la furgoneta de una vecina que las evacuaba de las llamas. En total cuatro muertes y 35.500 hectáreas calcinadas.

La impotencia ante los efectos devastadores del fuego provocó una masiva indignación en Galicia. Miles de personas, 5.000 en A Coruña, salieron a la calle el día después en las siete grandes ciudades en manifestaciones que protestaban contra la política forestal del Gobierno gallego y recuperaban la consigna popularizada durante la marea negra del Prestige: " Lumes nunca máis!".

El presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, acusó desde un primer momento a una trama criminal organizada de haber provocado los incendios, en lo que calificó de ataque terrorista contra Galicia. Sin embargo, el fiscal de Medio Ambiente para Galicia, Álvaro García-Ortiz, ve muy difícil que exista tal organización y apunta más bien a fenómenos de origen individual.

La primera gran investigación sobre el perfil de los incendiarios gallegos, elaborado en 2006 por el fiscal del Superior Carlos Varela, descartó la existencia de tramas organizadas, aunque vinculó casi el 20% de los incendios en la comunidad a intereses económicos, fundamentalmente ganaderos. La mayoría de los casos obedecían a negligencias en la quema de rastrojos. Desde entonces, los sucesivos informes elaborados por la Fiscalía han arrojado un resultado similar. El único detenido hasta el momento por la tormenta de fuego de estos días pasados fue precisamente por un descuido en una quema. Al igual que se hiciera en 2006, el actual fiscal superior, Fernando Suanzes, ha abierto también una investigación para determinar si hubo una planificación del fuego.

La tesis de una mano negra organizada viene de antiguo. En 1990, el entonces conselleiro Romay Beccaría, tras una fuerte oleada de incendios, mostró a la prensa las supuestas pruebas de esa organización criminal: unos paracaídas incendiarios hallados en el monte. La delegación del Gobierno las descartaría al identificarlos como artefactos usados en la pirotecnia de las fiestas. En 1999, el entonces fiscal superior Ramón García Malvar dejó poco antes de jubilarse una curiosa reflexión: "Sigo pensando que hay mafias detrás de los incendios forestales, pero no aparecen".

Las condenas a los incendiarios deberían ser ejemplares para que tengan un efecto disuasorio, pero la estadística indica lo contrario: de los centenares de arrestados en Galicia en los últimos años por su vinculación con los fuegos, dos de cada tres quedaron en libertad por falta de pruebas. En esto queda mucho camino por recorrer y mentalidades por cambiar, como la reticencia de muchos vecinos a señalar a los culpables de los fuegos.

Hay un ritual político que se ha repetido en todas las grandes crisis incendiarias en Galicia: quien gobierna, apela a tramas organizadas, mientras que la oposición pone el foco en la gestión de la política contra el fuego. El propio Feijóo acusó en 2006 al bipartito, que clamaba contra la mafia incendiaria, de intentar tapar una mala política forestal.

No le falta razón a esta Xunta como tampoco le faltaba a la de 2006, cuando denuncia que tras esta última ola incendiaria devastadora hay una actividad anormal. Pero este es un análisis incompleto cuando la cruda realidad se repite una y otra vez sin solución.

Serafín González, investigador gallego del CSIC y presidente de la Sociedade Galega de Historia Natural, hace hincapié en la actividad incendiaria en Galicia se concentra en 79 parroquias, la mayoría en Ourense y Pontevedra, seguidas de A Coruña y Lugo, en este orden, donde se queman una y otra vez las mismas zonas. Para este experto, el uso tradicional del fuego como herramienta agrícola y ganadera, unido a la despoblación por la emigración a las ciudades, ha generado un cóctel explosivo que estalla cada vez que la meteorología lo propicia.

Y el pasado fin de semana se conjugaron las circunstancias más propicias para el desastre al darse el fatídico factor 30: más de 30 grados de calor, vientos de más de 30 kilómetros por hora y humedad de menos del 30%. Los montes eran puro combustible.

Perseguir y castigar a los incendiarios es de vital importancia, pero igual de importante debe ser evitar el fuego. Y en esto queda todavía mucho que hacer, y no solo en el ámbito policial y judicial.

Es evidente que en Galicia el monte no está ordenado y se carece de una política forestal a largo plazo en la que, entre otros aspectos, se evite el monocultivo del eucalipto en muchas zonas y se prime el bosque autóctono. Una reciente encuesta en el sector forestal gallego cuestionaba la eficacia de algunos aspectos del dispositivo contraincendios y reclamaba un operativo más eficaz sin necesidad de sobredimensionarlo. Proponen brigadas por distritos forestales que trabajen en acción preventiva todo el año. Los incendios del verano se apagan en invierno.

Los medios contraincendios deben complementarse con una policía de desarrollo sostenible del medio rural que frene su abandono. Estamos ante un problema complejo que exige una tarea común e inaplazable que debe abrirse con un debate en profundidad que revise la estrategia contra el fuego que periódicamente devora Galicia. Tres décadas de crisis incendiarias pese a los ingentes medios destinados a contener el fuego indican que algo no funciona en el sistema.