Acaso debería decir investigando la armonía. O la elegancia. ¿No hay teoremas matemáticos o cadenas de ADN, cuya exposición y evolución son presentadas como elegantes? No lo acabo de entender pero estoy dispuesto a aceptar que un científico me exhiba la elegancia de una fórmula aunque yo no la vea por parte alguna. Me lo dice, me lo creo, porque ha hecho de lo que resulta incomprensible, de sus gusanos microscópicos, de sus fórmulas esotéricas algo eminentemente bello para quienes pueden apreciarlo y útil para quienes acabaremos celebrando sus consecuencias. Y me lo creo. La Naturaleza debe estar hecha de estructuras armónicas en las que los seres humanos encajamos; en caso contrario, no podríamos vivir. Siempre tiene que haber un resquicio para nuestro refugio. Y en medio del caos (hasta la matemática del caos encierra elegancia), alguien nos enseña un camino que nos salva si lo tomamos. Como la caverna de Platón.

Por explicarlo con un ejemplo: no hay elegancia en el caos de la cuestión catalana. No puede haberla cuando se conjugan tanta estupidez y tanta obstinación. En cambio hay elegancia en la ceremonia del otorgamiento de los premios Princesa de Asturias, que, incomprensiblemente, no asistió (es hora de que dejen de retratarla para el Hola y la luzcan en cuestiones que nos afectan intelectual y moralmente a todos).

En sus treinta años de existencia los premios (hoy) Princesa de Asturias se han granjeado el respeto intelectual y moral de las gentes del mundo. Tras un comienzo no siempre firme, han ido acertando con los premiados y su labor, de tal modo que recompensan no solo la universalidad de lo que los ha hecho acreedores al galardón sino también su oportunidad en el momento histórico en que se los otorgan. En 2017, han conseguido ensalzar valores que casan bien entre sí y que armonizan el fuego creador y la individualidad de cada uno.

Cuando el viejo y admirable poeta (premio de las Letras) Adam Zagajewski hablaba de su arte, afirmaba que la poesía no es una técnica solitaria sino una emoción de la mente, en el fondo no hacía sino resucitar el concepto de compasión que ha refinado Karen Armstrong (premio de las Ciencias Sociales). La compasión es la regla de oro del ser humano, la fuente de toda moralidad, que va más allá del egoísmo cotidiano y de la sensiblería. Por eso, William Kentridge (premio de las Artes) ha puesto su capacidad creativa como pintor, dibujante, escultor y grabador al servicio de la compasión y de la valentía (además de la belleza) frente a la crueldad y la intolerancia que padeció en su Suráfrica natal. Uno comprende que estos artistas, estos pensadores, estos científicos, estos hombres políticos no han llegado a la excelencia por casualidad. Se han hecho acreedores a los premios tras ardua reflexión, después de sufrir en propia carne los efectos de las tiranías y las guerras, después de luchas interiores que han funcionado como crisoles de su excelencia. Después de ser capaces de invocar la sonrisa, el gesto cálido y el recuerdo emocionado y generoso. Como Los Luthiers, candidatos eternos al premio (de Comunicación y Humanidades) finalmente conseguido; aseguran que van a echar de menos las reiteradas candidaturas que los mantenían en el candelero de lo aspirable un año tras otro.

Hubo otros cuatro premiados colectivos. Los All Blacks (premio al Deporte, por más que viendo a sus representantes hacer la haka con sus amenazas guturales y sus gestos de fortaleza, se diría que era más bien un premio a la belicosidad) la síntesis de un deporte fiero y elegante a la vez. La Sociedad Hispánica de Nueva York, fortaleza del idioma y de la cultura españoles en el continente americano. La investigación científica y técnica que empuja a la Humanidad hacia las fronteras del infinito, los tres físicos de LIGO que han abierto el campo de las ondas gravitacionales a la detección de las ondulaciones en el espacio-tiempo. Herederos de Einstein, también han sido galardonados con el premio Nobel de Física de este año.

Y, por fin, la Unión Europea, que, con todos sus fallos y errores, es nuestro hogar después de la batalla, nuestra única esperanza para el porvenir. Cuando pasadas unas décadas miremos hacia atrás comprenderemos, sin duda, que esa era la esperanza de los europeos y seguramente nos enorgullecerá haber sido los que les dimos un premio. Y no habremos necesitado banderas.

Un compendio de elegancia.