Las páginas de sucesos en los informativos periódicos ya no se prodigan sacando a la luz las descabelladas animaladas de unas personas contra otras en secciones independientes. Parece que se lleva mucho más el amarillismo sensacionalista y vendedor, que discrimina entre unos crímenes y otros.

Es, seguramente, otra cosa que tendremos que hacérnosla mirar los lectores y lectoras; somos poco congruentes como consumidores de drama y sangre, el regocijo con las vísceras de las víctimas es cada vez más repugnante.

Los que sean aficionados a rebuscar en las crónicas de muchas décadas atrás y que contengan descripciones de esas conductas violentas, fatalmente violentas, comprobarán que los delitos, llamados de honor, con víctimas de ambos sexos se ocultaban y disimulaban cuando la herida o asesinada era ella. Las luchas entre machos eran otra cosa, como la gran berreá de ciervos o corzos turrándose con sus cuernos en la época de celo; pero estamos en tiempos de lenguaje políticamente correcto y administrativamente normativizado, normalizado, para quien lo acepte y use en su coloquio habitual, oral o escrito; por lo tanto, parece que tenemos que hablar de personas agresoras y agredidas en su integridad física, psíquica o en ambas.

Últimamente parece que las agresiones entre congéneres de la misma especie toman el aspecto de la jauría frente a la presa. Eso pensaba hace días; pero, ya lo sospechaba, he llegado a la conclusión de que esa congregación de depredadores no son canes; sino que se trata de una auténtica piara de cerdos del país; que no les vengan a echar las culpas ahora a los jabalíes famélicos que invaden barrios periurbanos buscando el agua y el sustento que les falta porque los castaños o los robles no han conseguido producir menú suficiente.

También estos días comprobamos cómo alguna de estas piaras ha trashumado y demostrado su antinatural comportamiento atacando a los humanos.

Otra rebelión en la granja de Orwell, si me permiten retorcer un poco la sátira contra la tiranía en la que esos cerdos consiguen sostener su poder, creer ser el cerdo Napoleón, con el cerdo Chillón o el caballo en sus papeles de tontos útiles formando una manada frente a las ovejas y las gallinas acríticas con el poder establecido, una masa obedeciendo a los cerdos, una masa bien dominada también por el cuervo Mosés que promete el cielo, ayudada por el burro Benjamin, el intelectual que todo lo justifica, siempre y cuando los perros guardianes educados desde cachorros por el poder del pernil lo consientan. Mientras tanto, la yegua Mollie escurre el bulto pues ve cerca el fin de sus privilegios y los grandes, poderosos controladores, Napoleón y el señor Pilkington se alían, ambos con el rey de espadas en la manga, demostrando la misma catadura moral, cerdos y humanos juntos para así representar la brutalidad que sufren en la Granja. La joven violada en Pamplona está conociéndolos, otra vez, en el juicio que vuelve a sufrir; ahora son los humanos, también, los depredadores.