Hace unos días encontré en el sótano de la casa familiar una botella de colonia olvidada hace ya años. Cuando morimos, retazos de nuestra existencia quedan desperdigados y, de vez en cuando, emergen entre quienes nos conocieron. Aquella tarde, cogí el frasco azul cobalto, lo abrí y aspiré con fuerza y, por un momento, el fantasma de mi abuelo me cogió la mano y me llamó, como siempre lo hacía: "Nena".

En esa misma casa familiar, mi abuela y mi madre ponían la ropa blanca recién lavada al sol "a clarear" en un campo de manzanos. Unas sábanas níveas enormes con aroma a jabón, frescura y felicidad en las que podías sumergirte, enredarte y respirar algo parecido a la pureza.

La realidad es aquello a lo que nuestro cerebro nos da acceso y, en sus juegos químicos, los sabores y los olores tienen una capacidad maravillosa, incomprensible y aleatoria de darnos acceso a momentos supuestamente olvidados, con una intensidad y vividez abrumadoras.

No tenemos ni la más remota idea de todo lo que realmente almacenamos en la memoria; miles de recuerdos, datos, sensaciones y percepciones de apenas un instante que, en su momento, no llamaron nuestra atención. Vivencias aparentemente irrelevantes pero que construyen nuestra biografía, a las que no podemos llegar a voluntad porque casi ni nos dimos cuenta de que sucedieron y jamás volvimos a pensar en ellas.

La ciencia nos dice que la vista, el tacto y el oído son sentidos "racionales" que van a la corteza cerebral. Pero el gusto y el olfato, son sentidos emocionales que se sitúan en el sistema límbico, el que regula las emociones. Por eso los sabores y los olores no pueden ser descritos más que por comparación con otros, o en relación a lo que nos hacen sentir. Los especialistas en marketing conocen la capacidad casi psicotrópica de determinados olores y llevan años jugando con nosotros a través de la publicidad y de los aditivos sensoriales que contiene casi cualquier producto industrial.

Pero el viaje en el tiempo y la identidad profunda de lo que somos está grabada en nuestro inconsciente con retazos perdidos de realidad, fundamentalmente de nuestra familia y hogar.

Así, para mí, Coruña huele al mar de Riazor que golpea las rocas y llueve sobre los eucaliptos junto al colegio de Las Esclavas, y a la Rúa Nueva inundada de aroma a café tostado en la antigua El Trópico; huele también a hierba recién cortada en el Monte de San Pedro por donde corrían y jugaban mis hijos cuando eran muy pequeños; y a madera quemada en San Juan, y a castañas asadas en una calle Real iluminada y repleta de escaparates brillantes en Navidad.

Ayer mismo, junto al Teatro Rosalía, el castañero entregaba un cucurucho humeante a una chica que, tras soplar y quitar la cáscara, entregó una castaña dorada, dulce y caliente a un pequeño al que cogió de la mano antes de seguir su camino en dirección a María Pita.

Quizá algún día, el hombre maduro que será ese niño, se encontrará de nuevo en Navidad con un castañero en las calles de Coruña, y volverá a ver el rostro de su joven madre en plenitud de la vida que, desde muchos años atrás, le sonríe, alarga la mano y le tiende un fruto que huele a gloria.