Sí, más que aceptable porque pudo ser peor. Claro que para sostener esa valoración hay que adoptar una actitud alejada del tremendismo, del catastrofismo, de las comparaciones con Singapur, Suiza o Nueva York y demás mundos que presumimos perfectos a conveniencia, de las inviables soluciones a problemas complicadísimos y, en fin, una actitud alejada de esa manía tan nuestra de empeñarnos en ver gigantes donde hay molinos y de pedirle peras al olmo. En 2011, 2012 y 2013, estábamos al borde de la quiebra o ya quebrados; en septiembre de 2014 los independentistas ya habían hecho público su objetivo y puesto fechas próximas a la república catalana; en junio de 2014 abdicaba Juan Carlos I y crecía la inquietud por el futuro; de noviembre de 2015 a noviembre de 2016 hubo dos elecciones generales y pasamos un año con gobierno en funciones; en junio de 2016 los electores provocan un terremoto en el sistema de partidos y fragmentan como nunca el Congreso de los Diputados. Basten estos apuntes para recordar donde y cómo estábamos anteayer mismo cuando la preocupación se hacía presente en todas las reuniones familiares, de amigos o de empresa de aquellos años. ¿Qué va a pasar con Cataluña, con el paro, con los servicios públicos más necesarios, con la Constitución, con Podemos si gobierna y, encima, con la UE tras el Brexit y con una inmigración masiva e imparable? Los desmemoriados optan por sentenciar con el simplismo de siempre y siempre en la misma dirección. Si son conservadores, por interés o por devoción, las culpas de todos los males son del Gobierno por lento, débil y cobarde, del Estado por entrometido, de los periodistas, de Iglesias, Colau, Carmena y Xulio Ferreiro, de los inmigrantes y de los sindicatos. Si los desmemoriados son lo contrario de conservadores las culpas van a los bancos, a los empresarios, al Gobierno por torpe, corrupto e incapaz de dialogar, a los periodistas que ocultan la realidad y a los políticos que no nos representan ni nos escuchan. Tan antiguas pero tan actuales estas letanías coinciden todas en que la culpa es de los políticos como si los políticos fuesen importados de Nueva Caledonia, de Yemen o de Honduras y no, como en realidad son, siempre y en todas partes, miembros de la misma sociedad a la que gobiernan, con sus defectos y sus virtudes repartidos, probablemente, en la misma proporción en la clase política y en la sociedad de la que proceden. Así, la añoranza de los políticos de la Transición y la crítica furibunda a los actuales no repara en que aquella sociedad era bien distinta de la de hoy.

Pues bien, presente el recuerdo de nuestro pasado inmediato, anteayer como quien dice, el 2017 ha sido mejor que los anteriores. Termina creciendo la economía al 3% y con buenas perspectivas; pactando una subida del salario mínimo celebrado por los firmantes; frenando para unos cuantos años el procés con el 155, sin sangre y sin un solo tiro que es como se resolvían estas cosas antes entre nosotros y todavía hoy en muchos sitios; termina con la nueva jefatura del Estado asentada y prestigiada tras enviar en horas muy difíciles unos mensajes con la misma letra con la que escribe el Gobierno los suyos, porque el refrendo obliga ¿cómo si no?, aunque muchos lo silencien; con un Gobierno que gobierna en condiciones muy difíciles y muy distintas a las habituales desde 1978; con un fuerte respaldo de la UE y con la gente celebrando a todo trapo la Navidad. Los desmemoriados de todo color insisten en que hubiera sido mejor de no ser por Rajoy y su Gobierno. Reconozcan, al menos, que algo habrá tenido que ver Rajoy y su Gobierno en que no haya sido peor. No lo harán, pierdan cuidado. Mis mejores deseos para 2018, también para los desmemoriados.