El pasado verano necesitaba estar en soledad para concentrarme en un trabajo que tenía entre manos. Unos amigos me ofrecieron una casita en el norte de Lugo y me dejaron allí una mañana de agosto con una bolsa de víveres, otra de ropa, un ordenador y varios libros. Me quedé sola y sin coche en un pueblo fantasma, rodeada de casas de piedra con tejados de pizarra negra que llevaban años abandonadas, en un valle surcado por un río no muy caudaloso y cercado por montes de arboleda frondosa y centenaria.

Trabajé intensamente. Y exploré riachuelos, puentes de piedra, bosques, molinos y casas de indianos, silveiras cuajadas de moras y tocones quizá milenarios. No pocas veces me dejé embriagar por la belleza salvaje de esa Galicia suspendida en el tiempo por el abandono.

Fui feliz, pero también consciente de mi tierra envejecida y despoblada. De esos imponentes y sólidos muros de mampostería que se van derrumbando, piedra a piedra, hasta que nada queda.

Hace pocos días leí el último artículo que alerta sobre nuestra sociedad sin niños, donde se estima que, en una década, la destrucción de población en Galicia equivaldrá a vaciar de gente las ciudades de Lugo y Ferrol. Nada menos.

No hay niños y esto plantea todos los problemas que podamos imaginarnos, de estancamiento y falta de nuevos proyectos, de insostenibilidad de los sistemas sociales, de masificación de las ciudades y abandono de los pueblos, de personas mayores que viven y mueren solas.

En otros países europeos hace décadas que decidieron afrontar este problema. Algunos han conseguido darle la vuelta a los números. Pero, cuando miro a mi alrededor, no veo ni la conciencia, ni la sensibilidad necesarias para entender la necesidad de ir más allá de un ridículo cheque-bebé.

Nuestra sociedad es hostil a las familias. Hemos convertido al niño en un ser molesto, que limita o cercena la evolución profesional de sus padres inmersos en un mercado laboral precario, les impide tener ocio y vida social, y es una carga económica difícil de sostener. Es absurdo, en esas condiciones, lanzar a los jóvenes el argumento de que tengan hijos porque, si no se sacrifican, el sistema de pensiones es insostenible. Es un planteamiento estúpido, incongruente y egoísta. Así que, por ahora, nos limitamos a esperar sentados mientras contemplamos el desastre.

La alternativa pasaría por apostar de forma decidida por una sociedad que deje de ver al niño como ese problema de sus padres, y lo vea como ese futuro de todos. Una sociedad en la que quien desee formar una familia, lo haga sabedor de que toda una comunidad les apoya con determinación y recursos en vez de penalizarles y situarles en una situación de permanente desventaja.

Podríamos empezar mañana. Se trataría de abordar muchas pequeñas cosas del día a día que podrían hacerlo todo un poco más fácil. O menos difícil. El principio de un cambio cultural y social que permita apostar por el futuro y, tal vez, volver a ver pueblos y ciudades llenos de niños y niñas que corren, juegan, gritan y a veces molestan, pero no tanto; y adultos de distinta edad que, no en todos los casos, pero sí en muchos, se vigorizan con la expectativa del futuro, exorcizan el abandono y la soledad, ríen, juegan, consuelan y enseñan, y se aproximan a algo parecido a la felicidad.