Estos días los medios de comunicación se hacen eco del último informe de Oxfam Intermón, en torno a la inequidad. Ya saben, esa realidad galopante de la que siempre insisto que será nuestro principal caballo de batalla en el futuro. Y es que, tomen nota, según dicha organización no gubernamental la recuperación económica ha favorecido cuatro veces más a los ricos que a los pobres, de forma que, hoy, el uno por ciento de la población española que más tiene acapara la cuarta parte de la riqueza nacional, habiéndose convertido España en el tercer país más desigual de la Unión Europea. El nuestro es hoy, así, un país más desigual que hace diez o quince años, y esto no sale gratis. Vivimos ya -y lo notaremos más en el futuro- en una sociedad mucho menos vivible, más insegura, con menos oportunidades para los más y mucho menos solidaria. ¿Es esto lo que queremos?

Ya tendremos tiempo de hablar de esto, que vuelve a esta columna de forma recurrente en función de una realidad verdaderamente recalcitrante, pero de la que parece que no aprendemos. Ya hablaremos, como digo. Hoy, sin embargo, quiero escaparme con ustedes un ratito a una realidad mucho más lacerante todavía, también de la mano de Oxfam Intermón y, en particular, de dos personas a las que aprecio. Y es que resulta que mi amigo Francesc Mateu, director de Oxfam Intermón en Cataluña, vicepresidente de la Coordinadora Española de ONG de Desarrollo y expresidente de la Federación Catalana de ONG de Desarrollo, escribe en su blog La Cruz del Sur sobre lo que cuenta otro amigo común, José Luis García Barahona, director de Oxfam República Democrática del Congo, en la revista El portal, de Centelles, en su número 281 de este mes. Y lo que dicen, como siempre que uno se refiere a ese país rico en recursos, es escalofriante. Todo ello inspira esta reflexión.

Y es que Congo, la República Democrática del Congo, es, seguramente, uno de los peores países para nacer. No porque no haya recursos, en este caso abundantes, sino por la existencia de diferentes grupos de presión -grupos armados con diferentes intereses, empresas extranjeras, el propio Gobierno..., intermediarios- que apartan a la mayoría de los beneficios de los mismos de forma absoluta, con unas condiciones de vida del todo inaceptables. Y todo ello ante la pasividad del resto de la comunidad internacional, que ni sabe ni contesta, incluso cuando tal Gobierno no ha convocado las preceptivas elecciones y se mantiene en el poder de forma ilegal.

Tomen nota: Congo tiene la misma extensión que toda Europa del oeste, incluida la isla de Gran Bretaña. Su población está en unos noventa millones de personas, bastante aisladas entre sí, ya que ninguna carretera comunica las ciudades más importantes del país. Del Congo se extrae el 80% del coltán, y también cantidades muy significativas de oro y diamantes, pero sin que esto repercuta en la población o, de forma realmente significativa, en el presupuesto nacional vía impuestos. Allí hay más de setenta -sí, 70- grupos armados, con cuatro millones de personas desplazadas en zonas de difícil acceso, y casi otro millón de refugiados de los países vecinos. Un caos, especialmente para llegar a las personas que necesitan ayuda, en zonas de gran inseguridad.

En situaciones como la de Congo, no solamente hay que llevar comida o proporcionar asistencia sanitaria, aunque eso sea lo más gráfico. Hay que empezar a construir, casi desde cero, una ciudadanía activa, consiguiendo un enfoque de derechos, antesala y condición necesaria siempre para un futuro mejor. Y esto no es fácil, no. Se trata de plantear cambios sobre realidades que es difícil fotografíar, mucho más allá de las necesidades básicas. Y este, como cuenta Francesc a partir de las palabras de José Luis, ese es el tipo de programa para el cual es mucho más difícil conseguir financiación privada o pública. Vende mucho menos que la malnutrición.

En Congo se pasa mal, muy mal, pero no por una maldición o por deseo divino. Es, sobre todo, por la codicia, y por una forma de entender el mercado y la empresa que pasa directamente por encima de los derechos de los otros. En Congo se podría vivir mejor, mucho mejor, infinitamente mejor, pero eso significaría un cambio en muchas de las estructuras que se benefician hoy del estado catatónico de los derechos socioeconómicos y humanos en aquel país. Y la situación continúa así, enquistada mientras la violencia sigue engendrando violencia, con una laminación continua de los derechos de una mayoría silenciada y aplastada.

Congo es un país cuya historia reciente y pasada tiene que ver con el expolio y la referida codicia. Fue un territorio propiedad personal de Leopoldo II de Bélgica y allí se cometieron los mayores desmanes. Ya en 2005 el libro de Michela Wrong Tras los pasos del Señor Kurtz -que hacía un guiño a la obra de Conrad y su El corazón de las tinieblas, y que les recomiendo vivamente- avisaba del inminente colapso del país. Y hoy la cosa sigue igual. Y las gentes, como se extrae del testimonio de José Luis García Barahona, sufren en carne propia el desgobierno, la falta absoluta de oportunidades, la violencia generalizada, la escasez, y una realidad brutal a la que no se puede ser ajeno.

Congo, un país maravilloso, lleno de regalos de la naturaleza, y, al mismo tiempo, un infierno. Una medida de la codicia y de lo que no hay que hacer para vivir en paz. Pero, no se engañen, no sólo desde dentro del país. Porque todo ello también está propiciado por gentes de Occidente instaladas en respetables y confortables despachos, en una inmensa red global que dificulta otra posible realidad y que sigue atenazando los derechos de los más.