Pues sí, el gobierno merecía premio por la impugnación ante el TC de la convocatoria de investidura de Puigdemont y lo tuvo porque el TC no dudó en prohibir una investidura a distancia y condicionó la presencia de Puigdemont en el parlamento a una autorización del magistrado instructor. Y de propina prohibió la delegación de voto a los fugados en Bruselas. El Consejo de Estado desaconsejó con apocado enfoque la impugnación por su carácter preventivo, la ausencia de Puigdemont era incierta en ese momento, pero el Gobierno la presentó y el TC "por razones de urgencia excepcional" aceptó el fondo de la petición aparcando la forma. Y es que el TC en su papel de custodio de la CE y del entero orden constitucional no aconseja sino que resuelve asuntos de la máxima gravedad como este y lo hace en evitación de males mayores. Muy bien el TC, y menos mal, porque ayer hemos sabido que burlándose del Estado al completo, del magistrado Llarena, del gobierno y del Senado que aprobó el 155, los independentistas preparaban continuar el golpe tras investir en ausencia al fugado. Contra viento y marea, contra España y la UE, contra la CE y el Estatuto, contra la mitad de los catalanes y de su parlamento, insistían en dar por constituida la república independiente de Cataluña y tirar para adelante como si nada. Contra el desfile real de empresas a lugares más seguros y contra la realidad de unos dirigentes fugados, otros encarcelados, los más a punto de banquillo y los menos en casa arrepentidos y prometiendo a Llarena que no iban en serio. Menudo disparate del que nos han librado la impugnación del gobierno y las cautelares del TC. Menudo disparate para nada.

Porque hay que demostrarles que, en efecto, para nada ha servido el circo que comenzaron a montar hace ya más de tres años cuando Mas y los suyos optaron por la independencia. Ahora hay que desmontar el tinglado de la antigua farsa y hacerles ver con toda naturalidad, sin gritos ni descalificaciones, que no son más que nadie. No debiera resultar imposible al Estado, a los partidos constitucionalistas, a los agentes económicos y sociales, a los comunicadores, a los intelectuales y a la ciudadanía española en general, hacerles ver que no son más que nadie en la España de las autonomías. Y para eso debería Montoro explicar en el Congreso cómo pagará Cataluña los costes ocasionados al Estado y a la economía española o qué es eso de condonar deudas por dilapidar el FLA en disparates diversos, y sería prudente que el gobierno explicase en sede parlamentaria cómo está discurriendo la aplicación del 155 en aquella comunidad y en qué circunstancias volvería al Senado a pedir, al amparo del 155, más medidas de intervención o una intensificación de las ya adoptadas en lugar de entrar en debates sobre el cómputo de los dos meses para la disolución del parlamento catalán. Y sería bueno iniciar conversaciones con PSOE y Cs para cambiar algunas leyes cerrando lagunas por las que han sido posibles durante años actuaciones esperpénticas como la de consentir a titulares de altos cargos del Estado, ¿habrá que recordar que las comunidades autónomas son también Estado?, arremeter contra ese Estado. O como ese disparate de dar por buena y merecedora de un sueldo público la función de un diputado que vive en Bruselas o en la cárcel. ¿Por qué no privar temporalmente a los imputados por determinados delitos de su condición de diputados hasta que una sentencia firme les deje en libertad? La presunción de inocencia no es un derecho ilimitado y admite restricciones. En definitiva, hay que desmontar el tinglado de la antigua farsa y recordar al nacionalismo los límites del autogobierno autonómico. El gobierno redondearía de este modo la dificilísima faena que ha venido haciendo muy bien.