Animado por la curiosidad, me acerqué el otro día a la Plaza Mayor madrileña a ver la escultura flotante instalada a modo de gigantesco y ondulante halo sobre la estatua de nuestro rey Felipe III.

Se trata de una instalación de 44 metros de largo por 35 de ancho y con una altura de 21 metros de la artista estadounidense Janet Echelman, que forma parte de las celebraciones por el cuarto centenario de esa plaza.

Según leo en la prensa madrileña, "la estructura de la obra la conforman fibras de polietileno de elevado peso molecular mientras que el resto de la red lo conforman cordones de nailon de gran resistencia".

Todo ello se completa con una iluminación que parte de varios focos instalados en las cuatro esquinas de la plaza, lo que le confiere gran espectacularidad, sobre todo de noche.

Y digo de noche porque, de día, lo primero que uno ve al entrar en la plaza, con seguridad la más bella de Madrid, son cuatro altas torres de metal rodeadas de otros tantos bloques negros.

Las telas de plástico de esos bloques ocultan bloques de cemento que sujetan los tirantes llamados a soportar el enorme esfuerzo de tensión de la instalación.

Como me señala irónicamente un amigo, esos bloques negros que "sostienen la colorida evanescencia" son una "espléndida metáfora" del sistema.

"Para que la gloria sobrevuele una estatua ecuestre que es trasunto del poder -añade- hay que ennegrecer la vida auténtica".

Ironías aparte, lo más discutible desde el punto de vista estético es el hecho de que, para aureolar así la estatua del monarca, se haya afeado con esas cuatro torres y los correspondientes bloques la plaza más bella de Madrid.

Uno se pregunta si en la era de la holografía no habría sido posible conseguir efectos similares sin una intervención tan agresiva como esos feísimos bloques que ocupan tanto espacio público y estropean la armonía de la plaza.

Recreando holográficamente, puestos ya a imaginar, otras estatuas ecuestres para que hiciesen compañía a la del monarca o incluso con alguna de las modernas esculturas de jinetes a caballo del italiano Marino Marini. Aunque me dice otro amigo pintor con quien he discutido mi propuesta y que se confiesa harto del llamado arte conceptual, lo mejor sería no hacer nada, es decir, dejar la plaza como está.

Habría que preguntarse en cualquier caso cuánto dinero ha costado llevar a esa plaza la monumental instalación, que forma parte, según se nos explica, tal vez para epatarnos, de una serie que la artista comenzó en 2010 para "reflexionar sobre el tiempo a gran escala".

Sin discutir la belleza de la aureola, siempre al margen de la fealdad de su aparatoso armazón, uno no puede evitar sorprenderse prosaicamente del lamentable estado del adoquinado de muchas de las calles próximas a esa plaza, que obligan a mirar constantemente al suelo por miedo a romperse un tobillo. ¿O no hay prioridades?