Hace doscientos años Napoleón Bonaparte reformó el sistema educativo francés instaurando el mismo programa para todas las escuelas e insistiendo en la necesidad de educar también a las niñas. De pronto, los índices de alfabetización se dispararon en toda Francia y nació la base de las sociedades avanzadas, la clase media. Esta nueva educación llegó en el mismo momento en que se gestaba otra revolución, la Industrial. Fue un momento en que, en muy pocos años, se produjeron tantos cambios trascendentes que el mundo entero se transformó. El fin de una era y el principio de otra, la que conocemos como Edad Contemporánea.

Cada cierto tiempo se produce un salto que lo transforma todo. Se habla de tecnologías disruptivas pero siempre van acompañadas de cambios fundamentales en lo humanístico, porque la tecnología por sí sola no es más que una herramienta. Un palo es una viga, un juguete, una palanca, una antorcha, un lápiz, una lanza. Lo que la persona que lo empuña.

Todo apunta a que vivimos uno de esos momentos disruptivos. Cada novedad viene cargada de abrumadoras posibilidades y pronto el mundo será otro. Pero la reforma napoleónica de hace doscientos años sigue siendo buena parte de la estructura educativa en España y tengo una permanente sensación, cercana a la certeza, de que estamos cometiendo un gravísimo error. Lo que he repasado con mis hijos en la última década es casi indistinguible de lo que yo misma padecí hace más de treinta años. Entonces ya era inadecuado. Hoy es una catástrofe.

Los jóvenes llegan a la mayoría de edad capacitados para casi nada tras quince años de entrenamiento, con una formación enfocada a la adquisición de unos títulos que cada día valen menos en vez de las habilidades y competencias que necesitarán en su vida adulta; están sometidos a un sistema centrado en una uniformidad aniquiladora de la creatividad, que no se vuelca para descubrir el talento y potenciarlo pero emplea sus recursos en señalar y reforzar aquello para lo que no valemos; lastrado por la burocracia, despegado de la realidad, aburrido, pesado, ineficiente y anacrónico.

Pero en este dibujo del desastre hemos de saber encontrar nuestra ventana de oportunidad. Si otras naciones son planificadoras y estrictas hasta lo inamovible, España se caracteriza por un carácter intuitivo y creativo. Quizá un tanto caótico, pero con un inigualable talento resolutivo y capacidad de improvisación. El defecto lleva aparejada la virtud. Si van a desaparecer la mitad de las profesiones que conocemos, no es menos cierto que nacerán otras nuevas. Y en un mundo lleno de dinosaurios luchando inútilmente por resistirse al cambio, quienes lo abracen y encabecen la metamorfosis serán los que lideren el siguiente ciclo.

Por eso éste es el momento de cambiarlo todo hacia un sistema distinto, enfocado a identificar, acoger y desarrollar las habilidades innatas, y completarlas con la adquisición de competencias genéricas y específicas, pensadas para que cada individuo encuentre su sitio y, como país, estar entre los que liderarán el futuro.

Los infames juegos de sucesivas reformas educativas y determinados experimentos ideológicos que toman a nuestros hijos por cobayas deben acabar ya. Es el momento de dejar de discutir por las mismas viejas fórmulas de siempre e inventar el modelo de un tiempo nuevo que ya está aquí. Cambiar, aunque nos cueste, porque la realidad se impondrá siempre, aunque sea a costa de pasarnos por encima.