No hablaremos hoy, aunque conmemoremos el 50 aniversario, de los que de verdad vivieron las pacíficas revueltas del año 68. Hoy son expresidentes, ilustres profesores quienes en aquel entonces dirigían su ira y sus ansias democráticas contra un régimen que hacía ya aguas; pero al que le quedaban muchos tiros que pegar. Acabaron expulsados de la universidad, buscando refugio académico por otras latitudes o en la misma cárcel franquista.

Recogían la antorcha de la carrera de relevos, de Tierno Galván, Aranguren o García Calvo, profesores expulsados, que sólo habían pecado de cierta timidez democrática y opositora al régimen, buscando la libertad de expresión en las aulas universitarias como paso previo a que tal derecho se pudiese extender y ser ejercido por el resto de la sociedad.

Pero hoy, sin ninguna razón especial, recuerdo al maestro de las lenguas clásicas, al poeta agitador de conciencias, a don Agustín, autor de la mayor sentencia sobre la educación que yo recuerde. Decía algo así como que la huelga más legítima y consecuente que podían hacer los estudiantes era la huelga contra los exámenes; esa era la rebeldía utópica que defendía y sembraba en aquel páramo de clientelismo escolástico que agobiaba sin instruir, que presionaba sin ilustrar.

Eran épocas para que triunfaran parásitos en las cátedras, mandarines de medio pelo aupados por el régimen; solo cabían los exilios, el interior y el exterior, con mayor o menos dignidad; donde proliferaban con penalidades los autores fantasma o autores negros, grandes productores para sobrevivir por el relativo aumento de lectores alfabetizados que requerían más publicaciones a los autores de éxito para alimentar el mercado editorial.

No olvidemos, por ejemplo, que Alejandro Dumas, padre, llegó a preguntarle a su hijo si había leído su última novela; con la máxima ironía parece que el joven le respondió que sí, dudando que el supuesto autor lo hubiese hecho, no en vano se dijo que llegó a tener 76 amanuenses a su servicio, trabajando sin firmar una línea con su nombre.

Quizá sea por eso que estas dos reflexiones anteriores me traen a la actualidad, una época en la que la autoría superpuesta está al cabo de la calle, siempre supimos quién escribía los discursos profundos de Suárez o los que daban barniz intelectual a Alfonso Guerra, entre otros. Incluso en el mundo de las letras avanza con gran velocidad la mercancía del autor mercenario que se ofrece en la red. Ustedes pueden encontrar jóvenes perfectamente preparados en todas las materias que por pocos billetes les facilitan todo tipo de materiales escritos e inéditos, con buen nivel académico, que le sirvan para sortear cualquier problema que no pueda o no quiera solucionar.

Por eso lo de Cristina Cifuentes no es tacañería, sino rebeldía ante los exámenes. Con 400 euros hubiese solucionado el problema que ahora tiene. La soberbia la aúpa al pedestal del orgullo frente a una universidad en la que sobran agujeros negros.