Una vez me engulló una ola. En una tarde de invierno paseaba con un amigo por una playa cercana, charlando de todo y nada, aspirando el viento Nordés que me revolvía el pelo, envuelta en una cazadora de cuero negra y mirando al suelo para verme dejar huellas a cada paso. Las olas rompían a unos diez metros de nosotros y el agua no nos tocaba.

De pronto el mar decidió comerme. Una ola me tiró al suelo. Su hermana me envolvió y arrastró, poderosa. Como en otra dimensión, las referencias que nos hacen percibir el mundo se desvanecieron. Arriba o abajo se fundieron y desaparecieron, el medio húmedo y frío se movía a gran velocidad con una inercia propia para la que mi voluntad simplemente no existía. ¿Qué puede importarle al mar tu afán por ponerte en pie o nadar? Los cinco sentidos estaban inundados de mar, inútiles para percibir cualquier otra cosa. Saborear, oler, sentir, ver y tocar el mar. Solo el mar. Tratar de respirar mientras giras inútil y eres lanzado abrupta y constantemente. Unos segundos. Una eternidad.

El mar decidió escupirme y se retiró un momento. Me agarraron de la mano y salí a trompicones, atónita, desconcertada y aterida. Recuerdo que en el viaje de vuelta, en el coche, me dio una risa tonta. No llegué a sentir miedo, solo asombro y vergüenza.

Como temía, al llegar a casa, me riñeron. Solo un poco. "¡A quién se le ocurre!". Claro.

Yo, que me eduqué en un colegio donde, en días de temporal, mientras aprendías a multiplicar podías ver romper olas de diez metros de altura que lanzaban furiosas su espuma contra el vidrio de las ventanas del aula. Yo, que caminaba cada día a lo largo de la playa de Riazor, a veces atravesando vientos huracanados. Yo, que he oído hablar desde siempre de "A Costa da Morte", de los naufragios y de las peligrosas corrientes de la hermosa Playa de Barrañán?

Pero la belleza del mar nos adormece. Aunque a veces ruge furioso, otras nos mece y acuna y parece que susurra. Y es una fuente de bendiciones. Tantas que pudiéramos llegar a pensar que el mar existe por y para nosotros. Pero es un mundo, una fuerza poderosísima, la Naturaleza misma; como un volcán o las fuerzas cósmicas que mueven a los planetas. A su lado somos bien poca cosa.

No es de extrañar que los antiguos lo viesen como un dios imponente, que ofrece bienestar y sustento, pero debe ser temido y respetado. Los que nacimos o vivimos en puertos de mar sabemos que cada cierto tiempo el mar se lleva vidas. A veces por imprudencias, a veces por accidente, a veces por decisión consciente y desesperada?

Los pueblos marineros rinden cada año homenaje a los fallecidos en el mar lanzando flores y coronas a las aguas atlánticas. Las ofrendas flotan y se mecen, llevadas por las olas a ese lugar más allá del horizonte marino, al lugar donde cada tarde se oculta el sol anaranjado y los antiguos celtas creían que iban las almas y al que llamaban paraíso.