Respeto al deportista que tras un triunfo hace el gesto de besar el escudo de su equipo, aunque algunos hayan repartido besos a troche y moche por dinero, pero ahí queda el detalle. También entiendo que a jugadores que acumulan derrotas se les eche en cara que no sienten los colores del club. Detrás de esos símbolos, banderas, escudos, colores, hay realidades con las que una colectividad se identifica, y son objeto de admiración, cuando no de cariño y veneración. Y voy al objeto de este minuto: qué pena dan esas banderas ajadas, medio rotas, descoloridas por el abandono en los mástiles de algunos edificios. Tengo en la retina las últimas que vi en la fachada de un colegio público: la europea, pasable; la de España, desgajada y colgando de una esquina; la de Galicia, deshilachada y sucia, roñosa. ¡Qué pena y qué desidia! Y así un día y otro. Podría escribir de otros organismos oficiales, pero en el caso de un colegio me indignó doblemente. ¿Qué educan aquí? ¿Qué valores van a enseñar a los escolares? ¿No hay ni la mínima sensibilidad para lavar y arreglar esas enseñas que simbolizan cosas más valiosas para hacerlas ondear con orgullo? ¿O mostrarlas lustrosas al menos como manifestación de orden y limpieza? ¡Qué pena!