Hay en el barrio de Monte Alto en Coruña un árbol del otro lado del mundo. Es un metrosidero de Nueva Zelanda que guarda, con cierta coquetería, el secreto de su verdadera edad, que algunos estiman en más de cuatrocientos años.

Cada cierto tiempo, grupos de estudiosos de Nueva Zelanda se acercan por Coruña y suben la calle de la Torre hasta el edificio del antiguo hospital, hoy comisaría de policía, que lo alberga en su patio. Lo miran, admiran y estudian su enorme envergadura que ya ocupa la totalidad del patio del edificio y parece que pudiera expandirse sin límite y ahogar en abrazos o con sus lianas de diez metros que cuelgan como cabelleras todo cuanto esté a su paso.

Y al ver su tamaño y forma, los especialistas llegados de las antípodas, concluyen que es uno de los árboles de su especie más antiguos que han visto, que bien podría tener esos cuatro siglos y que, si así fuese, lo que se enseña en sus colegios sobre el origen de su país no es más que una gran patraña.

¿Cómo puede tener Coruña un metrosidero de cuatro siglos si Australia, Nueva Zelanda, Polinesia? fueron descubiertas hace doscientos cincuenta años por las expediciones comandadas por el capitán británico James Cook?

Pero dos siglos antes de que el Capitán Cook naciese, en 1525 salió de Coruña una expedición con varias carabelas en dirección a América del Sur, con intención de buscar una vía de paso a la India bordeando el Polo Sur, en una epopeya que no podemos llegar a imaginar. Tras pasar el Cabo de Hornos -por primera vez en la historia-, una de las carabelas, la San Lesmes, con una tripulación de marineros gallegos y vascos, se perdió en una tormenta y nunca se volvió a saber de ella.

Desde los años setenta algunos historiadores neozelandeses creen que la San Lesmes llegó a las Islas de Polinesia y Nueva Zelanda, donde la tripulación se estableció y mezcló con los nativos, dejando rastros por todas partes. Por eso, cuando el Capitán Cook arribó a aquellas costas encontró nativos de rasgos caucásicos y piel clara, algunos con pelo rubio y ojos azules, que rezaban a la Santísima Trinidad y guardaban sus alimentos en unas edificaciones de piedra, de planta rectangular sostenidas por columnas que alzan el cuerpo a más de un metro del suelo y con tejado a dos aguas, en una versión maorí del hórreo gallego, a los que el pueblo llama con un vocablo de clara evocación galaica, Patakas.

Hace ya algún tiempo que los investigadores neozelandeses que defienden la tesis de la carabela perdida, quieren meterle mano al metrosidero de Monte Alto, y hacerle una cata que aclare de forma definitiva su edad, pero el Ayuntamiento siempre se ha negado a que se horade al árbol exponiéndolo a enfermedades y microorganismos y quizá por eso lo tiene rodeado de policías que lo vigilan y protegen. Al fin y al cabo, salvaguardar la integridad y la salud de vecinos venerables es una de sus funciones.

Pero cada pocos años, regresan investigadores de Nueva Zelanda en busca de respuestas al misterio. Buscan comprobar si, de algún modo, alguno de aquellos gallegos que arribaron al fin del mundo doscientos cincuenta años antes que los británicos, consiguió de algún modo regresar a Coruña con un esqueje de árbol bajo el brazo. Y, reconozcámoslo, si alguien es capaz de descubrir todo un continente y mantenerlo en secreto, ése es un gallego.