Tengan ustedes muy buenos días. 18 de abril, un día al que siempre le he tenido cariño. No sé si es porque representa una fecha en la que la primavera está ya muy presente o porque corría 1956 cuando, en un día como este, mis papis se dieron el "sí, quiero". El caso es que hoy vuelve a ser 18 de abril, sesenta y dos años después de ese día, y aquí estamos ustedes y yo desgranando historias... Faltan muchos de los de entonces, por supuesto, pero la vida sigue y se trata de ilusionarnos en cada momento con lo que tenemos. Cualquier ejercicio que no sea eso, es vano y solo nos traerá amargura. Y, miren, la vida ya trae suficientes momentos tristes por sí sola, como para andar generando más...

Pero hoy, ya ven, quiero hablarles de tristezas. Pero no de tristezas individuales, de las que nos afectan a cada uno de nosotros, sino de las colectivas. De las que nos afean y empobrecen como país, y que hacen que, a pesar de todo nuestro potencial, sigamos siendo mediocres en tantos y tantos campos, a pesar de la propaganda oficial. Quiero hablarles, en particular, de la industria del poder. De esa que hace que una parte de nuestros conciudadanos y conciudadanas hayan vendido su alma al diablo de unas determinadas siglas y, a partir de ahí, todo valga para la gloria de las mismas. Ojo, no me refiero con esto -ni mucho menos- a todas las personas que tienen contacto con la política, ni a la mayoría, ya que muchas de ellas solamente tienen una dedicación en primera línea unos pocos años de su vida, y verdaderamente tienen algo que aporta. No. Me refiero a la caterva de personas urdidas al calor de tales siglas, sin oficio conocido mucho más allá, con cero experiencia en todo, excepto en la carrera que su partido les diseña desde su más tierna juventud, y con poco más que aportar que la fidelidad absoluta a quienes les ponen ahí. Son, no cabe duda, parte nuclear de la industria del poder.

Y ello en un país donde las oportunidades para colocarse en tal mundo son grandes. Tenemos diecisiete administraciones autonómicas y una central, con estructuras principales y periféricas, una cincuentena de diputaciones, consejos y cabildos insulares, y una buena nómina de ayuntamientos, amén de representantes en Europa. Hay personas que viven al calor del poder, y eso no significa que no sea lícito, honesto o bueno desempeñar en un momento dado una responsabilidad ejecutiva o ser cargo electo. ¡Faltaría más! Digo, y entiéndanme bien de qué hablo, que hay personas que solo saben y pueden vivir al calor de tal poder. Y eso, que es a lo que me refiero en términos peyorativos, es una pobreza para todos.

Una pobreza y un verdadero lobby con intereses propios, en casos -por ejemplo- como el que aconteció recientemente en Murcia o ahora en Madrid. Fíjense que un cambio brusco de color político, por una posible moción de censura, o incluso un cambio más suave debido a una sustitución en la cabeza de un gobierno, implica el cese de docenas o hasta algunos cientos de cargos de confianza. Esto, que debería entrar dentro de la lógica normal de cualquier equipo y acción de gobierno, se enmaraña bastante cuando entran en acción las diferentes familias dentro de los distintos actores de tal industria del poder, con individuos que tienen todo que perder si se les baja del carro. ¿Por qué? Porque fuera de esa burbuja no han hecho nunca nada. Los partidos, en los que tales personas saben meter la cuchara, ven muchas veces el conjunto de lo público sobre todo como un abanico de oportunidades para los suyos. Y desdibujándose, en demasiadas ocasiones, el concepto de servicio a los demás.

Es en tal contexto donde hay que entender el escándalo de los máster que no existen, las dimisiones que no llegan después de la mentira explícita, o fenómenos como la absoluta incompetencia -en términos estrictos y no emocionalmente planteados- de algunas figuras protegidas y encumbradas por los partidos políticos por razones diversas, sin ningún tipo de cualificación, formación o experiencia para dirigir nuestras más complejas estructuras pero cargadas de altivez y alharaca, o el que puede ser ahora hasta cómico proceso de "adaptación curricular a la baja" que nos están ofreciendo desde todas las bancadas. Daría risa, si no produjese a la vez llanto. Porque de estos mimbres, y con estas capacidades, se construye esta España que no pita, atenazada por la corrupción y por la demora nada casual de una necesaria simplificación y aligeramiento de estructuras creadas por intereses evidentes, en la lógica que les relato.