Para el lector pata negra cada día es Día del Libro, o de dos o tres libros que se reparten entre el bolso, el salón y la mesilla de noche.

Ayer intenté encajar en la estantería el último que acabé, y no pude. Los libros están ordenados por género y autores, en dos capas, en pie y tumbados, encajados como en un Tetris literario que me ha hecho comprender por qué en la Biblioteca Nacional los libros se almacenan por un único criterio, su tamaño. Pero yo soy de la vieja escuela y en la "L", simplemente, ya no hay sitio. Miro a mi alrededor y veo la sucesión de estanterías. "Los pisos no están preparados para soportar este peso", me dijo un día un amigo arquitecto, el cejo fruncido mientras recorría con el dedo uno de los estantes de literatura inglesa. En las estanterías de novela negra, los libros alternan con memorabilia y fetiches cinéfilos. Le siguen más libros, y vinilos, DVDs, casettes y VHS? toda una declaración de quienes habitan este hogar.

En la casa de un lector, lo de la "superficie útil" adquiere otro significado, porque las estanterías se comen treinta o cuarenta centímetros en cada pared y, a veces, por el pasillo no queda más remedio que acostumbrarse a pasar de lado.

El libro electrónico, que almacena cientos de ejemplares en sus tripas, no tiene nada que ver con esto. Es muy útil para ciertas ocasiones, pero no acaba de llegar a los verdaderos creyentes. Algún amigo me dice que ha empezado a deshacerse de libros y que aspira a quedarse sólo con unos cuantos elegidos. Yo no me siento capaz de tal despropósito, de esa especie de traición. Me pasó lo mismo cuando me negué a deshacerme de los vinilos que suenan más como la vida, que un digital limpio de supuestos defectos. Además, a lo largo de los años, he ido guardando cosas en los libros que me hicieron feliz: una entrada a un concierto, el recibo de un disco, la foto de un amigo o una carta... Y ahora que mis hijos ya tienen edad de compartir lecturas, me reencuentro con momentos olvidados que dormían entre las páginas de una novela de Goodis o los poemas de Emily Dickinson, y mi hija mira indiferente un viejo post it con algo anotado mientras yo viajo en el tiempo.

Con un libro, el lector es tan creador como el autor mismo; el cerebro genera mundos, personas complejas que viven y nos producen la poderosa sensación de habitar otro tiempo, otro lugar y otra piel. Una abstracción que puede resultar adictiva y transformadora.

Y, en un momento de despiste, en una biblioteca, feria o en la casa de un amigo, nos dejamos llevar y quizá acariciamos páginas con la punta de los dedos y cierto gesto enamorado, lo que puede hacernos merecedores de alguna mirada aviesa. Pero es un don precioso ser capaz de entregarse de ese modo y que, a cambio de unas pocas horas, un libro te devuelva una vida entera.

Ya desde niños, debiera leerse sólo para gozar, con la avanzadilla de padres que se sientan junto a la cama de sus hijos a la hora de dormir y se transmutan en piratas, aventureros o magos, en poetas o narradores nocturnos, que abren puertas y alimentan la imaginación y los sueños.