Paradójico que siga celebrándose en España el Día del Trabajo con un porcentaje de desempleados tan alto y una calidad del empleo más que mejorable. Todo sea por la santa tradición. Pues como la Pascua de Navidad o la Pascua florida, puntual a su cita, llega la fiesta de los trabajadores, igual de pintoresca e igual de anacrónica en su formato actual. Ayer los alardes callejeros quedaron obsoletos gracias al dontancredismo de los sindicatos durante 364 días del año, pero, sobre todo, por el auge creciente de las movilizaciones nacidas de movimientos sociales. Últimamente las calles españolas se llenan de personas que protestan sin que tras la pancarta inicial aparezca la plana mayor sindicalista. A la hora de reivindicar el personal expresa sus quejas y peticiones en directo, sin necesidad de intermediarios. Escribiéndolas en un cartón, embadurnándose las palmas de las manos con pintura o coreando lemas. Ayer no fue sino un día más del trabajo ciudadano de hacerse oír. Las desigualdades económicas y sociales siguen vigentes, igual que el lucro desmedido en las alturas, pero el movimiento sindical ya no es el único recurso del trabajador; ha perdido pegada. Su papel de catalizador social se ha diluido. El antiguo minuetto de las negociaciones patronales-sindicatos, las imágenes al estilo La rendición de Breda, con su cortés estrechar de manos y su correspondiente firma ante las cámaras, escasean. La gente se hace oír sin filtro y, con frecuencia, a grito pelado. Y, en estos tiempos, un día para celebrar el trabajo más que un hito de orgullo resulta pura anécdota; se queda corto para lo mucho, y sangrante, que es preciso poner en primer plano y decir bien alto.

Muchas mujeres -y no pocos hombres, por fortuna- se han movilizado en protesta por la llamada sentencia de La Manada. Está claro que no se trata sólo de una interpretación peculiar de la ley (la enésima en el terreno de la agresión machista), sino del reflejo de un estado de cosas que llega a lo más hondo de nuestra sociedad. Se sigue culpabilizando a las mujeres y se sigue justificando a los hombres. Sigue habiendo madres de varones que crían a sus hijos en el "que se cuiden ellas, que son las que tienen que perder"; sigue habiendo mujeres que crían a sus hijas en el miedo -"no salgas de noche", "que alguien te acompañe hasta la puerta"- y critican a la que, por intrepidez o inconsciencia, transgredió los límites seculares del decoro y recibió el castigo de la vejación sexual. Y, para colmo, qué triste el papelón de ciertos guardianes de la justicia al justificar lo injustificable. No quiero imaginarme cómo serán los cumpleaños y las nocheviejas en casa del juez Ricardo González González cuando en la escena de La Manada él tan sólo ve "un ambiente de jolgorio y regocijo" general. Por lo visto, ante la justicia española sólo existen dos opciones para la mujer: el altar o el lupanar. O santa María Goretti o, en el mejor de los casos, denunciante de dudosa credibilidad. Así nos va.