Vuelvo a saludarles a ustedes en estos días de primavera, precisamente escribiendo en una jornada en la que el sol ha abandonado lo que se ve del cielo, e incluso en la que unos nubarrones grises se han permitido obsequiarnos con su líquido elemento. "¡A estas alturas, lloviendo!", ha bramado más de uno en mi entorno próximo, obviando que agua y primavera van de la mano... Pero ya ven..., mientras tanto, yo feliz.

Y es que sí, me gusta el agua, y por mucho que ustedes insistan no me van a convencer de lo contrario. Queda dicho. ¿Qué? ¿Cómo que no lo intentan? ¡Claro que sí! A la primera de cambio, por ejemplo, con la apariencia inocente de un conversación de ascensor, sublime ejemplo de función meramente fáctica del lenguaje, muchos de ustedes insisten: "Bueno, parece que va a llegar por fin el buen tiempo". Pues no. Ojalá que no, si buen tiempo significa treinta grados, amenaza de restricciones de agua y más contaminación.

Miren, no sé si la razón es que he conocido muchas realidades en las que el agua verdaderamente escasea, que yo la considero un lujo y un privilegio. Se lo he contado más veces, y lo hago de forma sincera. Disponer de agua segura es, directamente, salud y tranquilidad. Y su falta es, cuando menos, un gran problema.

Alguien dijo que las guerras del futuro estarán relacionadas con tal indisponibilidad del agua. Y yo apostillo que esto es así ya en algunas del presente. Sin agua no somos absolutamente nada. Esto es, para mí, una realidad palmaria. Y es que fíjense ustedes en qué acontece en las situaciones, bien distintas a la nuestra, en que el agua escasea. Y les hablo ya de España y el resto del sur de Europa, sin entrar en lo que sucede, mucho peor, en determinadas zonas de África o Asia... En tal tesitura, la vida se vuelve imposible. Y es que el ser humano, puesto en tal trance, mata más por un vaso de agua que por un puñado de diamantes.

Así las cosas, me reitero en lo dicho. El agua es riqueza, sí. Y su falta, un enorme problema. En clave más doméstica, el agua es parte de la personalidad de nuestra Galicia. Y, sin agua, no somos ni nuestra sombra... Y mucho más nosotros, si me apuran, que por haber contado con su abundancia siempre, tenemos mucha menos cultura que otros de la necesidad de su ahorro.

No crean que se trata, tampoco, de amargarle el verano a nadie. No se trata de que el mismo se transforme en una colección de días grises. No. Pero este tiempo cambiante, con agua pulverizada de vez en cuando, algún chaparrón más contundente, ratitos de sol a no más de veinticinco grados, y vuelta a una situación más refrescante, verdaderamente es con el que yo más disfruto. Y si, de paso, nos permiten -como así ha sido- para recargar nuestras reservas hídricas, ¿qué más queremos? Así ha sido siempre en nuestra realidad de Galicia, y aspirar a lo contrario significa asumir otros peajes, verdaderamente preocupantes. ¿Sabían ustedes, por ejemplo, que el cambio en los patrones climáticos podría traernos vectores de enfermedades hoy aquí inéditas, pero que en otros lugares causan estragos?

En fin... sé que este es un tema espinoso, y no abundo más sobre ello, que sé que algunos de ustedes están muy sensibilizados con esto de que nos achicharremos bajo un sol tórrido. Ya me dirán qué les parece mi punto de vista, valiente donde los haya en cuanto a su planteamiento meteorológico poco compartido. Pero mientras, cuando tengamos una amistosa conversación y aludan al buen tiempo, no identifiquen este automáticamente con la más abrasadora canícula. Díganme, en cambio, "Hombre, José Luis, parece que el buen tiempo llega, con sus chaparroncitos y todo...". Mola, ¿no? A mí sí...