La diferencia entre lo normal y lo anormal, lo aceptable y lo inaceptable, a menudo tiene que ver con el punto de vista de un número significativo de personas. Tenemos una tendencia casi irresistible a dejarnos llevar, lo cual se ha demostrado en multitud de experimentos en los que se ponía a un individuo en un grupo preparado para que todos afirmasen una mentira evidente. Prácticamente siempre el sujeto se posicionaba con la mayoría, a veces por no llevar la contraria, a veces dudando de su propia percepción.

Así que la afirmación social de lo normal y aceptable es un límite borroso y cambiante. Quizá por eso siempre me han gustado los individualistas testarudos, pesados, certeros o errados pero íntegros hasta el dolor. Héroes de lo suyo y, a veces incluso, de lo de todos.

Hannah Arendt, fue una filósofa de origen alemán que vivió la llegada de Hitler al poder al alcanzar la mayoría en unas elecciones democráticas, pese a decir las cosas que decía, en la forma que las decía, tras haber intentado un golpe de estado y alentando sin pudor la violencia contra parte de la población. En los años cincuenta Arendt escribió Los Orígenes del totalitarismo donde, entre otras cosas, exponía cómo la mentira puede alterar la realidad y la ética. Siempre me ha parecido especialmente interesante su reflexión sobre la mezcla de candidez y cinismo que hicieron posible que la gente creyese todo y nada al mismo tiempo: que todo era posible y que nada era verdad; que el líder dijera una mentira evidente sin que los seguidores rechazasen el discurso. Es más, en este tipo de escenarios, la mentira evidente ayuda a los totalitarismos como herramienta de dominio sobre sus bases que, al principio con buena intención, difunden las mentiras de los líderes y, poco a poco, van cediendo su integridad personal al verse defendiendo premisas que, cuando son desveladas como fraudulentas, les sitúan en la posición de cómplices. Por eso, decir algo manifiestamente falso y hacer que los subordinados lo repitan es un despliegue de una forma de poder endémica en los totalitarismos. En esta demolición ética, el peligro se extiende a tácticas de deshumanización, etiquetando a individuos o grupos como distintos, menos humanos, no merecedores de protección o derechos. Las mentiras avanzan y la percepción de la realidad se altera haciendo que lo que se había considerado intolerable e inhumano se vuelva aceptable, banal o irrelevante.

No es necesario llegar a un escenario extremo para reconocer estos mecanismos en marcha a nuestro alrededor. Los veo en muchos de los discursos de líderes populistas y, esta misma semana, en los textos redactados por la persona que ha sido elegida como presidente de la Generalitat de Cataluña, no por su valía o criterio, sino por dos características terriblemente peligrosas, su sumisión y mediocridad. Y, pese a todo, a día de hoy ocupa la más alta responsabilidad de un gobierno democrático y muchos de los que pareciera que debieran sentir repugnancia por sus ideas, lo banalizan, blanquean, aceptan? en aras a lo que creen un objetivo superior.

Pero no es difícil reconocer el discurso por lo que es. Y, una vez más, la frase de Edmund Burke viene a nuestras mentes, como una llamada de atención furiosa para que en presencia del mal, nos comprometamos en decidida defensa de la democracia y la libertad .