Si somos capaces de acercarnos a la figura de Napoleón sin efervescencias patrióticas, veremos que su legado fue mucho más positivo que negativo, aunque la vida de un general de batalla en batalla deje demasiados hombres sobre el campo, al menos desde el punto de vista actual, poco amigo de la guerra.

Pero fue Napoleón, con su Grande Armée, quien expandió por Europa las ideas revolucionarias, quien paseó el estandarte de la liberté, égalité y fraternité, quien nos legó el Derecho que sigue siendo básicamente el nuestro, y quien impulsó descubrimientos de menor importancia política o jurídica, pero presentes hoy en nuestro día a día: el azúcar de remolacha y la comida en conserva.

Fue el dominio británico de las rutas marítimas hacia las islas antillanas del azúcar lo que hizo que los franceses investigasen hasta conseguir en 1812, el azúcar de remolacha. Y fue un francés, el maestro pastelero Nicolás Appert, quien patentó en enero de 1810 el primer método de conserva, todavía no en lata (que llegó meses después, en Inglaterra), sino en botella.

Pero no pensamos en Napoleón al echarle al café el sobrecito de azúcar, ni nos acordamos de él al abrir una lata de sardinas, probablemente la reina de las conservas.

Hablamos, naturalmente, de sardinas envasadas en aceite de oliva, y mejor aún si se trata de sardinillas, las xoubas o parrochas. Hoy la conserva, como tantos otros viejos métodos de conservación de alimentos (ahumado, secado, salazón o escabeche) es más una fórmula culinaria que otra cosa. Mejor, además, cuanto más sencilla.

Dentro del vasto mundo de la conserva, el mar tiene mucho que decir. Y de los seres marinos susceptibles de ser enlatados destacan dos grupos: los moluscos bivalvos (almejas, navajas, berberechos, vieiras, zamburiñas, mejillones...) y los pescados azules: atunes, caballa, jurel y, por encima de todos, sardina.

Normalmente, lo primero que se le ocurre a un ciudadano hambriento que tiene a mano una lata de sardinas es hacerse un bocadillo. Nada que objetar: es uno de los bocadillos más populares, al tiempo que uno de los más pringosos y más peligrosos para la limpieza de nuestro vestuario.

Pero unas buenas sardinillas en aceite que lleven en lata el tiempo reglamentario pueden llevarnos mucho más lejos. Verán. Ustedes ya saben que a mediados del siglo XVI llegaron a Japón los primeros europeos, que eran misioneros españoles y, sobre todo, portugueses. Entre las muchas cosas que, seguramente, enseñaron a los japoneses hay una que ha perdurado hasta hoy y que los nipones han introducido en nuestros hábitos culinarios como cosa suya: la tempura.

Tempura es voz que procede del latín tempora; como ustedes saben, en el año hay cuatro témporas, una por cada estación; pero es que, además, en la declinación de la palabra latina tempus (tiempo), de la tercera, aparece como ablativo singular la voz tempore (el clásico in illo tempore de los Evangelios, en aquel tiempo), y como nominativo, acusativo y vocativo plural (o tempora, o mores, clamaba Cicerón) la voz tempora.

Los misioneros, en tiempo de Cuaresma (tempora Cuaresmae) u otro período de abstinencia, preparaban fritos rebozando pescados, mariscos o verduras en una masa de freír que en principio debió ser similar a la de los buñuelos y con el tiempo se aligeró: he ahí la tempura.

Así que unamos a los misioneros portugueses (y a los españoles, que por allí anduvo san Francisco Javier) los progresos napoleónicos y hagamos una deliciosa tempura de sardinillas en conserva.

Ustedes abran la lata. Escurran bien, pero muy bien, las sardinillas, y pónganlas en un platito con un poco de harina. Por otro lado, háganse con un paquete de harina especial para tempura, que hoy se consigue sin problemas, y preparen la masa, trabajándola con agua muy fría como indique el fabricante, hasta lograr la consistencia de una natilla.

Pasen las sardinillas, ya ligeramente enharinadas, por esa masa, que se llama koromo. Vayan friéndolas en aceite de oliva, teniendo en cuenta que la fritura no debe arrebatarse: el mérito está en que su exterior tenga un apetitoso color dorado, una textura moderadamente crujiente y una consistencia que permita entrever su contenido, que ha de mantenerse jugoso; una tempura no es un kimono que oculta, sino más bien un velo que realza. Escurran la tempura sobre papel absorbente y llévenla calentita a la mesa.

Como les habrá sobrado koromo, pueden aprovecharlo para rebozar unos bastoncitos de verduras como calabacín, zanahoria, berenjena... y servirlos como acompañamiento de las sardinillas.

Una delicia, que agradece la compañía de un buen blanco de las Rías Baixas (albariño), Valdeorras (godello) o Rueda (verdejo), con el que brindar en recuerdo de los jesuitas portugueses y, por supuesto, del gran Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses y benefactor, un tanto manu militari, de la Humanidad.