Miles de jóvenes agitan sus cuerpos con una disciplina coreográfica dispar al ritmo de un sonido repetitivo, como si estuvieran dirigidos por los impulsos eléctricos que brotan de un escenario poblado de centenares de luces cegadoras, láseres mareantes, y una columna de cajas amplificadas de vértigo.

Entre las sombras, unas manos se elevan para jalear al público que parece entrar en un estado de trance mientras el discjockey y/o productor de música electrónica, retuerce los controles de la mesa de mezclas, dispara secuencias pregrabadas o tortura sin piedad los sintetizadores y demás ingenios electrónicos destinados a la creación musical.

Es la banda sonora que con más frecuencia se repite en cualquier evento o festival ligado a las nuevas tendencias, a los sonidos de baile, a los ritmos fronterizos o de vanguardia, o cuantos epígrafes de estilos y subestilos sea posible. Y también la música popular de la generación digital, enraizada en la cultura de masas desde mediados de los años 70 del pasado siglo, y que por derecho propio ha desplazado al rock, pop, jazz y blues en popularidad.

El dance, en su sentido amplio, es la música popular del siglo XXI y los DJ´s los artistas que se consideran deudores del lenguaje de las máquinas, sus nuevos gurús. La radiografía de este nuevo escenario deshumanizado, donde las máquinas roban descaradamente el protagonismo al artista de carne y hueso tiene que ver con el desarrollo tecnológico de las últimas décadas, la democratización de los medios digitales, la velocidad con que se transforma la sociedad de la información y las comunicaciones.

Todos estos factores han cambiado las formas de entender una corriente musical que surgió con la experimentación de artefactos informáticos imposibles hace más de medio siglo.

Ahora, un simple ordenador portátil equipado con software de edición musical basta a cualquiera para convertir aquellos primarios impulsos electrónicos generadores de ruidos y distorsión, en dulces sonidos de secuencias de baile.

Esa accesibilidad al universo digital ha terminado igualmente por contaminar al universo analógico conocido, en el sentido amable del término. Esto se traduce en que son pocos los músicos, de antes y ahora, que además de experimentar con medios analógicos otras rutas sonoras, no hayan recurrido a la electrónica como una herramienta de trabajo.

Las estrellas

Si la electrónica actual, la música de baile ligada a estilos como el house o el tecno y sus variantes más experimentales, es lo que manda a la misma altura que el pop y el rock, sus protagonistas y autores gozan igualmente del mismo o mayor estatus que los artistas que cuelgan guitarras y se dejan la voz en el escenario.

Al igual que ocurre con otros estilos a la lo largo de la historia, todo se repite como un loop infinito donde es difícil discernir entre el original y el plagio, o la evolución hacia lo desconocido y lo verdaderamente rupturista.

Para el neófito y el normal de los consumidores de música, la electrónica no deja de ser un ritmo monótono, cansino y deshumanizado, donde la máquina y su automatismo llegan a donde no es capaz el artista. De todo hay en las pistas del planeta. Lo que es una realidad notoria es la cotización al alza de la figura del DJ.

La generación que en la actualidad representan artistas como David Guetta, Tiësto, Armin van Buuren o Carl Cox, entre otros centenares, con sesiones que se pagan con cachés millonarios, poco tiene que ver con leyendas del tecno como Ritchie Hawtin, Jeff Mills o Carl Craig, instituciones del ritmo que marcaron época y crearon escuela con cada surco de vinilo, y menos con la impronta rupturista y revolucionaria de un movimiento que en los años 70 y 80 tendría un desarrollo impensable con un catálogo de derivaciones de estilo fruto de distintas culturas musicales y, sobre todo, del consumo de diferentes tipos de drogas.

Sintetizar el curso de la electrónica desde que tuvo la condición de música para las masas lleva a subrayar los acercamientos al pop desde la gélida Alemania con bandas como Kraftwerk y su hombre-máquina; el paso al frente que supuso el que a mitad de los 80 se decidiera sepultar a la música disco de la década anterior en favor del incipiente movimiento house cimentado en clubes gay de Chicago, con agitadores como Frankie Knuckles y Larry Levan; el estallido de la corriente tecno de Detroit, donde al pronto nada sería igual tras el pulso que demostraron Kevin Saunderson, Juan Atkins y Derrick May; el garage, que prendió fuego en NuevaYork; y al otro lado del charco, en la Gran Bretaña que al final de esta década plantó la simiente del acid house y esa suerte de ritmos acelerados y chillones que tuvieron como gran aliado la ingesta de drogas sintéticas, en particular el MDMA y el éxtasis.

Sería entre la juventud británica de finales de los 80 y primeros años 90 donde por esa incontinencia tóxica se alterarían los patrones rítmicos para que emergieran estilos como el jungle, drum´n´bass o breakbeat, retomando en los dos primeros casos, lo que se hizo en los 60 y 70 al asimilar los sonidos de la música negra, blues, soul y jamaiquinos.

Al igual que el LSD embriagó de psicodelia los años 60 y dibujó pasajes musicales interminables, las drogas sintéticas hicieron lo propio años más tarde, una vez que el punk y lo que vino después pasara de largo hasta que creciera la llamada cultura de clubes.

Fruto de ello y con grupos como Happy Mondays como bandera, el rock llegaba a las pistas de baile. Una ecuación que tendría su máxima expresión en los galeses de Primal Scream y su laureado "Screamadelica" (1991). El cruce de la electrónica en este caso con el pop obliga a detenerse en New Order (su célebre "Blue Monday") y por supuesto Depeche Mode.

Otra ciudad como Bristol, sería célebre por su condición de amalgama de sonidos lejos de esta vorágine, y cuna del llamado trip hop, con Massive Attack, Tricky y Portishead como cabezas visibles.

Berlín, la cuna

Si lugares como Berlín, Colonia o Dusseldorf fueron fundamentales en el desarrollo de la música electrónica con pioneros del género como Karl Heinz Stockhausen o Kraftwerk, también lo fueron, para acercar a Europa la cultura tecno.

Sellos como Tresor trajeron aquellos patrones rítmicos para favorecer un desarrollo y una progresión que hoy día no acaba de concluir.

No toda la electrónica de las últimas décadas está diseñada para el baile. Es también música inteligente, etiqueta que acuñó la disquera británica Warp para la música que facturaban Autechre, Aphex Twin o Squarepusher.