A sus 19 años recién cumplidos, María Autrán tiene un máster en supervivencia. Con apenas 15, en plena edad del pavo, a esta joven gallega le tocó enfrentarse con unos de los grandes monstruos de la sociedad moderna, el cáncer. La batalla fue dura, con momentos de flaqueza, pero también con algunos milagros, como una operación que al inicio del tratamiento parecía casi imposible, y que puso los cimientos de su recuperación. Un largo año de combate en el que nunca estuvo sola. Sus padres y su hermana fueron su apoyo incondicional, su armadura frente a las embestidas de la enfermedad. Respaldados, eso sí, por un ejército de batas blancas, los oncólogos infantiles y las enfermeras del Hospital Clínico de Santiago, a los que considera ya como una segunda familia. "Siempre van a tener un sitio en mi corazón", asegura, agradecida.

La historia de María es una de las muchas que se entremezclan en los pasillos de la planta de Oncología Infantil del centro hospitalario santiagués. Por allí pasan, cada año, decenas de familias de toda Galicia. Llegan noqueadas, hundidas. La enfermedad de un hijo, aseguran, es uno de los golpes más fuertes que te puede dar la vida. La mayoría, que no todos -la tasa de supervivencia al cáncer infantil ronda el 80% en los países occidentales- logra sobreponerse y empezar una nueva vida. Pero el camino no es fácil. María lo sabe bien. Por eso aprovecha la conmemoración, hoy, del Día Nacional de Cáncer Infantil, para lanzar un mensaje de ánimo a todos los niños que luchan contra el mismo demonio al que ella venció. "Nunca hay que tirar la toalla", subraya.

La pesadilla de María comenzó hace cuatro años, tras sufrir, durante varios meses, unos terribles dolores de espalda. "Como por aquel entonces jugaba al tenis y montaba a caballo, los médicos pensaron, en un primer momento, que podía tratarse de algo muscular. Pero al encontrarme cada vez peor, decidieron derivarme al Hospital Clínico de Santiago, para hacerme algunas pruebas", explica la joven. Quince días después de esa primera visita a los especialistas del centro hospitalario compostelano, se concretó el diagnóstico. La primera bofetada para María y su familia. La que nunca olvidarán. La más dolorosa. "Fue justo dos días después de mi cumpleaños. Siempre lo recordaré. Me dijeron que tenía sarcoma de Ewing, que era una enfermedad de larga duración y que me tenían que dar quimioterapia porque no había posibilidad de trasplante ni de operación. Me quedé fría. No me acaba de creer lo que estaba oyendo, y mis padres tampoco. El médico me pidió que apuntase en un folio todas las preguntas que me surgiesen, pero no me hizo falta. Le pregunté si se me iba a caer el pelo, y me contestó que sí. Entonces le volví a preguntar: ¿Es cáncer, no?", recuerda la joven, con una naturalidad, una entereza y sensatez sorprendentes, impropias de una chica de su edad. "La enfermedad me ha hecho más fuerte. Todo el mundo me lo dice. Parece mentira que de una experiencia tan dura se pueda sacar algo en positivo, pero en mi caso ha sido así. Todo este proceso me ha ayudado a crecer como persona y a empatizar más con la gente", señala. Su padre, Gonzalo, asiente con la cabeza. "En un año ha madurado veinte", comenta, con una mezcla de orgullo y ternura.

A María y a sus padres les costó un año salir del hospital. "Lo pasas realmente mal. Es un proceso largo, con muchos altibajos. He llorado mucho, y mis padres también. Pero siempre han estado ahí, apoyándome, al igual que mi hermana y el resto de mi familia. Quise abandonar muchas veces, pero ellos siempre me convencían de que siguiera adelante, de que nunca hay que tirar la toalla. Si antes ya estábamos unidos, ahora mucho más. Soy muy afortunada. Somos una auténtica piña", destaca la joven.

Apoyo entre familias

Para su padre, la retirada nunca fue una opción. "Cuando a uno de tus hijos le diagnostican cáncer, aprender a vivir el día a día. Desde el momento en que entras en el hospital, dejas de ser tú para convertirte en 'el papá o la mamá de'. Tu vida se paraliza. Vives solo por y para tu hijo", subraya Gonzalo, presidente de la Asociación de Ayuda a Niños Oncológicos de Galicia (Asanog), una organización creada para servir de punto de encuentro entre las familias afectadas y garantizar que los pequeños no dejen de sentirse como tales durante su estancia en el hospital. "Y para acompañarlos y apoyarlos durante todo el proceso, también cuando regresan a sus casas", apunta Gonzalo.

Porque recuperar la rutina, tras el alta hospitalaria, no es fácil. María, que intenta abrirse camino como educadora social, es consciente de ello. "Reconstruir tu mundo es complicado. La enfermedad lo cambia todo. Yo estoy necesitando ayuda psicológica y psiquiátrica para asumirlo, pero sé que esto también forma parte del proceso. Hay que ir poco a poco", señala.