Cuando vemos imágenes tan desgarradoras como la del cuerpo sin vida del pequeño Alan, en una playa de Turquía, boca abajo, con la cabeza sobre la arena, rozando el agua y sus pequeños brazos a lo largo del cuerpo, a todos se nos encoge el corazón. Pensamos que podía ser uno de los nuestros. Y raudos y veloces corremos a nuestras respectivas redes sociales a compartir esas imágenes para denunciar una situación inasumible en la sociedad en la que vivimos. Y ya está. Hasta ahí llega nuestro activismo.

Las redes sociales parece que adormecen nuestro espíritu crítico e inconformista. Creemos que por compartir la foto del pequeño Alan, darle al me gusta a una noticia que critica al Gobierno o retuitear una imagen con un chiste en contra de los políticos ya somos unos rebeldes y unos contestarios. Bueno, lo somos, pero solo del click.

Me gusta hacer pequeños experimentos de salón y probar cómo reaccionan las personas. El último lo hice días después de que apareciese la foto del pequeño Alan por todos los sitios inimaginables. Un par de días más tarde, una de mis amigas de Facebook puso el siguiente texto en esta red social: "Además de compartir la noticia desagradable, vamos a demostrar cómo colaboramos", con un enlace a una información que se titulaba "¿Cómo puedes ayudar a los refugiados que llegan a Europa?". La gente empezó a darle al me gusta. Unas horas después puse el siguiente comentario: "A verrrrr que no vale solo con darle al me gusta". Y los me gustas cesaron. No sé si fue por mi comentario, pero puede ser un pequeño ejemplo del activismo del click. Por cierto, creo que pocos de los que le dieron al me gusta se leyeron la noticia.

No solo somos poco activistas en el mundo 2.0. También en el 1.0. Cuando vemos por la calle a alguno de esos amables y risueños adolescentes que quieren hacernos socios de Médicos sin Fronteras, de Unicef o de cualquier otra ONG, apretamos el paso, rezamos para que no se crucen nuestras miradas y si nos pillan y se dirigen a nosotros, les decimos, sin ni siquiera detenernos, que tenemos mucha prisa mientras le enseñamos el reloj. Todos lo hemos hecho. Pero, ¿no hay gente solidaria? Claro que la hay. La vemos todos los días. Hasta leí el otro día en Twitter que el hijo de la Duquesa de Alba, Cayetano Martínez de Irujo, ha acogido a dos familias de refugiados sirios. Podemos decir que tiene mucho dinero, pero por lo menos ya ha hecho más que un servidor y que, quizá, usted. No solo darle al click.

Lo anterior no quiere decir que las redes sociales no sirvan para demostrar nuestro inconformismo con la situación, ser críticos y hasta un poco rebeldes con el momento que nos ha tocado vivir.

Una muestra fue el 15-M que habría tenido menos relevancia sino hubiesen estado las redes sociales por el medio. ¿Hubiese sido posible que miles y miles de personas se citasen en la Plaza del Sol en unas horas sin Facebook ni Twitter? Otro ejemplo es Change.org una plataforma online de recogida de firmas que en muchas ocasiones ha conseguido cambiar injusticias cuando miles y miles de personas han puesto su rúbrica. Y hasta los partidos políticos están cada vez más pendientes de las redes sociales para pulsar nuestro grado de inconformismo/activismo/rebeldía.

El activismo del click es sano. Nadie dice lo contrario. Cuando lo ejercemos, esa noche nos vamos a la cama con la conciencia más tranquila. Hasta la mañana siguiente cuando volvemos a conectarnos a nuestro Facebook para mostrar nuestra disconformidad con otra injusticia. Es el activismo del click.