Al fin se ha hecho justicia con el justiciero. Lo llevaba esperando mucho tiempo. Se le había hecho ya justicia a Spiderman con alguna gran película. Ang Lee supo filmar una obra interesante sobre Hulk. Robert Downey Jr. se ha mimetizado tanto con Iron Man que para las generaciones jóvenes el hombre de hierro es más un personaje de cine que de cómic. Hasta se ha hecho justicia con Los Cuatro Fantásticos -en efecto, sus tres películas, especialmente la última, son espantosamente malas, como corresponde en justicia a los tebeos de Reed Richards y su cuadrilla-. Pero el salto de Daredevil a las pantallas seguía pendiente de una adaptación que supiera potenciar y recrear todas las posibilidades que guarda la vida del diablo sin miedo de Hell's Kitchen. Hasta ahora.

Porque, en consonancia con el personaje, la (casi) perfecta visión de Daredevil que Drew Goddard ha creado para Netflix basa toda su fuerza en la justicia. La primera temporada de Daredevil contiene las dosis justas de oscuridad y de luz, ni una milésima más ni una milésima menos de lo que aprendimos hace décadas leyendo las sagas de Miller y Romita. Las dosis justas de tormento y de éxtasis. De maldad y de idealismo. Wilson Fisk es justamente como siempre lo imaginamos. La Cocina del Infierno aparece irlandesa, pugilística, católica en su punto justo. Y justamente por el equilibrio exquisito entre la fidelidad a la obra original y su recreación en 2015, el Daredevil de Goddard se va a convertir en el referente definitivo del personaje de Matt Murdock y en el modelo que seguirán todas las futuras adaptaciones de historias del cómic a las pantallas domésticas.

El hombre sin miedo vence al crimen cada noche al oeste de Manhattan desde Netflix. Y las series de televisión vencen al cine una vez más, en esta ocasión en un género tan amigo de las pantallas gigantes como el de los superhéroes. Es la justicia que la nueva televisión impone cuando apaga la luz.