Cientos de personas disfrutaron ayer de las actuaciones de artistas tan dispares como Susana Seivane, Heredeiros da Cruz, Pedro Guerra o Sôber en la quinta edición del Festival de la Luz, certamen organizado por Luz Casal en Boimorto, su localidad natal. El ya consolidado festival musical -de caracter solidario ya que toda la recaudación de la taquilla irá a parar a Oxfam Intermon para proyectos de ayuda a refugiados- cierra hoy sus puertas con los conciertos de Rosa Cedrón, Hombres G, Elefantes o Triángulo de Amor Bizarro, entre otros artistas.

Un lustro después, el encuentro que nació como un evento de pequeñas dimensiones, se ha convertido en un referente en el calendario musical, con macro-instalaciones ubicadas en un ambiente campestre y con abuelos, padres e hijos en el aforo. Nada más llegar a Boimorto, un pequeño cartel amarillo indica cómo llegar a este paraíso musical, que se puede intuir desde la carretera. Una vez dentro, un mercado de venta de productos artesanos, comida autóctona, instalaciones para cine y zona de atracciones infantiles componen las actividades de ocio. El resto: buena música, entre el olor a hierba, en una convocatoria peculiar comprometida con el medio rural.

"El Festival de la Luz nació como una romería y realmente lo es", aseguró ayer el coordinador de la parte musical y exdirector de Radio 3, Paco Pérez Bryan, que explica que esta zona "rinde culto y cariño a la historia de la música pop española". No es baladí que una de las claves del éxito del Festival de la Luz sea que se toquen "todos los estilos de música", desde los más próximos al rock, heavy-metal y música electrónica, hasta los que traen los cantautores españoles y los mejores de la música gallega. "Esa es la idea del festival siempre partiendo de la romería", indicó Pérez, y se preguntó "si hay algo más bonito que ver a un abuelo dando un biberón a un niño mientras Rosendo canta Maneras de vivir, u observar jugar mientras tocan grupos del futuro del rock español, o juntar a leyendas como Cánovas, Adolfo y Guzmán".

Por las instalaciones pasan cada año más de siete mil personas, de diferentes procedencias, y los abonos se agotan con semanas de antelación. Cada año el fin de la taquilla es solidario. En esta ocasión será para proyectos de ayuda a refugiados como construir infraestructuras que faciliten el consumo de agua potable, una de las principales necesidades del colectivo.