Pude comprobar la pasión que generaba Leonard Cohen nada más ser nombrado director de la Cátedra Leonard Cohen en 2014. Los periodistas que cubrían la noticia me confesaban que estaban felices por el encargo o que habían sido ellos mismos lo que lo habían solicitado. Me hablaban de su historia personal con la música del canadiense, de su recuerdo de la entrega del premio Príncipe de Asturias, del emotivo discurso de aquel día; me hacían saber sus canciones favoritas, su momento de la biografía de Cohen que preferían. Llegaron a entonar algunos de los estribillos de sus temas. Querían saber si yo lo conocía personalmente, si tenía algún contacto con él, si tenía información confidencial acerca de futuros conciertos en España. La música de Cohen, sus canciones, su poesía, eran parte de su vida. Yo les enseñaba la firma que Leonard Cohen había estampado en el proyecto de creación de su Cátedra en la Universidad de Oviedo: una copia que valía por un mundo entero. Esa misma pasión es la que se encuentra a cada paso entre los miembros de la secta cohenita. Leonard Cohen supo buscarse aunque siempre vivió en el precipicio que supone la posibilidad final de no encontrarse. So long, maestro.