Todo el mundo grita. Los actores de 'Aquí no hay quien viva' en la tele. El amigo que te reconoce por la calle. Los compañeros que toman cañas en el bar. Los pasajeros del asiento de al lado en el tren, el autobús. Los jefes a sus empleados, la madre a sus hijos y los hijos a su hermanos, padres, amigos, compañeros. Y vuelta a empezar. Es-pá-ñá es en realidad un grito y muchos lo llevan como bandera y orgullo portátil, a otros países donde todo el mundo va calladito, como si tuvieran miedo de decir lo que piensan, de saludarse, de existir. ¡Aquí no somos así! Que nos oigan, que nos sientan, que aquí estamos nosotros y el resultado nos da igual.

La primera reacción al comentario de que los españoles o los mediterráneos somos gritones suele ser un gesto de satisfacción, quizá porque referido al tercer país más visitado del mundo lo entendemos como una manera de aplaudir nuestro carácter espontáneo, alegre y extrovertido. Muchos ciudadanos lo toman como un refuerzo a esa capacidad tan española de adaptar el entorno a nosotros y no al contrario y al hábito de expresarse con gestos y volumen poderosos.

En realidad, esto no es así. España es en realidad un infierno de ruido y hablar a gritos, según varios expertos, significa algo muy distinto de lo que queremos creer.

Un país extrovertido

Según los propios habitantes de ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla, sus entornos urbanos tienen niveles excesivos de decibelios para más del 72% de su población, como recoge un informe de Gaes y DKV Seguros publicado en 2015. Los más desagradables no proceden del tráfico ni las obras, sino de la propia interacción humana: en Madrid lideran el ranking de ruidos molestos "los gritos en la calle" seguido de "las conversaciones de los vecinos", según dicho informe.

Estos chillidos se producen por simple tolerancia social. Como distingue el sociólogo ilicitano Santiago Pardilla, existen actitudes prohibidas "legalmente" y otras vedadas sólo "socialmente". Mientras que en Suiza es impensable poner una lavadora por la noche a la vez que una conversación fuera de tono en el salón podrá terminar con la policía en casa, en España la preferencia de guardar silencio en los lugares públicos como hospitales es sólo un imperativo legal, "pero no social". A la gente no le parece necesario mantener un volumen bajo, ni a la Administración gastar en carteles que piden que por favor se respete el silencio.

Si el nivel de griterío en nuestras ciudades es digno de un estudio aquí y un tópico fuera de nuestras fronteras, es que hay preguntas que la sociedad española no se está haciendo: ¿Por qué gritamos tanto?

El psicólogo Víctor Serna, de la clínica alicantina Isabel Moya Psicólogos, cree que la primera causa para esta costumbre es pertenecer a una cultura extrovertida, como la de países similares como Italia o Grecia. "Las facilidades para la vida en la calle de nuestro clima hacen que tengamos mayor tolerancia a la proximidad física y que la contaminación acústica sea muy superior a la de otros países", apunta. Esto convierte en más normal la extroversión, es decir, la interacción con los demás, que la introversión.

En este contexto, para desarrollarse y triunfar en esa cultura donde impera lo exterior, ser percibido con claridad por los demás es una de las técnicas que, durante siglos de tradición social, ha demostrado ser más eficaz: "La manera que tiene la sociedad de premiar o rechazar algo es prestando o retirando su atención", apunta. Los gritos y los aspavientos son percibidos con toda claridad, incluso aunque sean indeseables, pero mucha gente los sigue considerando útiles para ser visto como "alguien que es alguien" en el grupo donde actúa así.

Un cultura extrovertida, un mundo competitivo siembran el campo para que florezcan los gritos. "Solemos relacionar el tono de voz y el comportamiento con un tipo de personalidad: conductas dóciles con un tono pasivo; un carácter asertivo con un tono medio y un tono alto con un perfil competitivo, multitarea e impulsivo", explica el psicólogo. En suma, pensamos que el que grita es el que manda. Y si tenemos dudas, al comprobar que los demás también le escuchan se disipan.

Poder gritar es gritar poder

El psicólogo cuenta que es algo que asimilamos en la más temprana infancia "por modelado o imitación" de las figuras de autoridad, como padres o profesores. Para Pardilla sin embargo el grito como símbolo de autoridad es una construcción social que se reproduce generación tras generación.

Lo explica así: "Estamos en una clase. El niño se comporta mal y el profesor no se desplaza hacia él para solucionarlo de forma privada, sino que le recrimina gritando delante de todos. La misma escena se reproduce en el ámbito familiar, e incluso más adelante en el ámbito laboral cuando sea el jefe quien le grite. El poder gritarle a alguien es un reflejo de superioridad y está aceptado por la sociedad española", explica el sociólogo ilicitano.

Nadie protesta contra esto y el individuo también lo da por bueno en su psique. "En clínica nos encontramos con personas que tienen problemas de comunicación social que se resisten a ser asertivos y diplomáticos -es decir, a moderar el volumen y el gesto-. Nos dicen que "es que así voy a parecer débil" o "nadie me va a tomar en serio" cuando les sugerimos que hablen despacio o escuchen al otro en sus interacciones", concluye.

¿Quien más grita más razón tiene? Cuando hay estudios como el publicado recientemente por el psicólogo Phil McAleer de la Universidad de Glasgow que confirman que el 80% de lo que entiende la gente al hablar proviene de los gestos, actitudes y forma de hablar del interlocutor y no del mensaje, sí. Por eso gana su cuñado las discusiones en Navidad: grita más cuando usted argumenta y busca la complicidad de los demás cuando ve que está perdiendo terreno. Nunca gana, pero lo parece.

¿Puede usted gritar a los demás sin consecuencias? Enhorabuena entonces. Hasta que la sociedad comprenda que gritar para marcar estatus equivale a ir lleno de cadenas de oro para aparentar riqueza seguirá siendo percibido como alguien importante.