"Soy feliz. Estoy triste. Esta película me ha matado. Quiero volver", se lamentaba el actor Ewan McGregor en su cuenta de Twitter el pasado noviembre, tras acudir al estreno del documental Oasis. Supersonic (Mat Whitecross, 2016). Cuando escribió este tuit, McGregor hizo trampa. Ya sabía que su deseo se iba a cumplir. Sabía que iba a volver.

Este arrebato de añoranza noventera a través de un medio tan poco noventero como Twitter bien podría ser una metáfora del estreno de la película T2, la muy esperada secuela de Trainspotting (Danny Boyle, 1996). En ella, McGregor y el resto del reparto original vuelven a encontrarse después de veinte años, en una especie de reunión de antiguos alumnos de centro de rehabilitación. Ni una sola de las críticas de la prensa especializada ha obviado la palabra "nostalgia".

Porque Trainspotting carga desde su aparición con el sambenito de "filme generacional". De plasmación estética de una época concreta, con todos los pros y contras que conlleva esta etiqueta. La principal contra surge al sacarla de su contexto. En otras palabras, al volver a verla dos décadas después y comprobar que no solo no impacta igual con 15 años que con 35, sino que, directamente, hace aguas por todos lados.

Es innegable que esta película ha envejecido mal. Muy mal. Vista con perspectiva, no deja de ser un guisote comparable a los atentados culinarios de Jamie Oliver: un poco de crítica social, angst postadolescente y el impacto de la heroína en Escocia por un lado, y estética brit popera, héroes malditos del rock, humor gamberro, montaje acelerado y onirismo opiáceo por el otro. Un chorro de Ken Loach sobre una base de Ken Russell. El resultado es un videoclip de dos horas que arrasó en taquilla y marcó tendencia.

Pero cuidado, que esto no tiene nada de malo. Muchas películas que definen una era no son obras maestras, ni necesitan serlo para dejar impronta. El problema de Trainspotting es que tanto la materia tratada como algunos rasgos estéticos la arriman a cintas que no solo aguantan el paso del tiempo, sino que todavía transgreden y emocionan. Sirvan como ejemplos Quadrophenia (Frank Roddam, 1979) y Yo, Cristina F (UliEdel, 1981), que aún se mantienen por sí solas como retratos de una época y amargos relatos del tránsito de la adolescencia a la edad adulta. La película de Boyle, por el contrario, necesita de una buena dosis de complicidad para ser disfrutada hoy en día.

La pregunta que debería haberse hecho el director es si realmente importa qué habrá sido de sus personajes tras veinte años. O si, más bien, despierta la misma curiosidad que conocer el destino de Jimmy dos décadas después de despeñar su scooter por un acantilado, o que el presente de Cristina, Detlev y el resto de los niños perdidos de la estación del Zoo. La respuesta está clara. Sin el empuje de la nostalgia de la misma generación que encumbró la primera parte en los noventa, la idea con la que arranca T2 no se sostiene.

Pero el problema no es solo de Trainspotting y T2. Esta sensación de irrelevancia sería similar con otras películas, anteriores y posteriores, que intentaron reflejar conflictos y tribulaciones de una juventud airada. A nadie en su sano juicio se le ocurriría fantasear con una secuela de Historias del Kronen (Montxo Armendáriz, 1995), con Juan Diego Botto y Eduardo Noriega ya talluditos, colgando de un puente para ver quien aguanta más a ritmo de una remezcla trap que actualice el Chup Chup Chup de Australian Blonde. O con Jared Leto encarnando a un atormentado empleado de gasolinera manco, en una imposible segunda parte de la comedia involuntaria Requiem por un sueño (DarrenAronofsky, 2000).

Además, T2 debe competir con el recuerdo de una película reciente con un planteamiento similar: la maravillosa Bienvenidos al fin del mundo (Edgar Wright, 2013). Aquí, SimonPegg, Nick Frost y otros dos amigotes cuarentones se reencuentran veinte años después para completar una épica juerga inacabada, con la que el protagonista intenta dar carpetazo de una vez a una adolescencia que ya dura demasiado. Precisamente los mismos sentimientos de nostalgia e inmadurez que Boyle intenta remover con su nuevo producto.

Tampoco ayuda que este director sea lo que el crítico Jordi Costa definió como "autor líquido", un creador que, en lugar de fraguarse un estilo identificable como los grandes cineastas europeos de los sesenta, insiste en una constante reinvención. El resultado es una obra dispersa e inconexa, con enormes éxitos como el que nos ocupa o la ñoña Slumdug Millonaire (2008), un efectista ejercicio de piedad cristiana digno de Paco Arango.

Otro de los problemas a los que se enfrentará T2, es la comparación con el principal logro de su hermana mayor. La afirmación anterior de que Trainspotting es un videoclip muy largo no significa que fuese un mal videoclip. Precisamente son las secuencias musicales las más justamente recordadas del filme original, hasta el extremo de que es complicado para cualquier premillenial escuchar Lust For Life (Iggy Pop, 1977) sin recordar a Ewan McGregor corriendo por las calles de Edimburgo, o desvincular Perfect Day (Lou Reed, 1972) de la imagen del Renton de McGregor hundiéndose en una alfombra. Estas aportaciones a la memoria colectiva pop -que, de paso, revitalizaron las carreras de ambos rockeros- son difícilmente superables. Pero para comprobar si T2 lo logra habrá que ir a verla. Aunque dé un poco de pereza.