Para tratar una amigdalitis, lo habitual es que el médico recomiende diez días de antibióticos. Para la neumonía, otros diez días. Sin embargo, algunos ensayos han comprobado que con un tratamiento de entre tres y seis días para el primero, y de cinco para el segundo, es suficiente. Un análisis publicado esta semana en la revista médica British Medical Journal ha vuelto a poner el foco mediático sobre esta cuestión, al señalar que el mensaje "profundamente arraigado" de tomar el tratamiento al completo para evitar, precisamente, la resistencia antibiótica, no se apoya en evidencias científicas y provoca justo el efecto lo contrario. Una conclusión que choca con la recomendación realizada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2016, durante la Semana Mundial de Concienciación sobre el Uso de Antibióticos, instando a que "siempre se complete el tratamiento, aunque el paciente se encuentre mejor, ya que detenerlo antes de tiempo fomenta el crecimiento de bacterias resistentes". La polémica está servida. Los especialistas hace ya tiempo que reducen la duración de los tratamientos pero, insisten, "solo cuando es posible". Y, sobre todo, lanzan una advertencia: ningún paciente debe abandonar la mediación por su propia cuenta y riesgo. "Solo si así se lo prescribe el profesional", subrayan.

No hay duda de que el consumo desmedido e irracional de antimicrobianos, y en particular de antibióticos, y la escasez de tratamientos alternativos, ha pasado de ser una amenaza de futuro para convertirse en una realidad con un precio muy elevado: el aumento de la resistencia a esos medicamentos, un grave problema que se registra en todos los países del mundo y que puede afectar a cualquier ciudadano, con independencia de su edad, tal y como alertó, en 2014, la OMS, al presentar su primer informe global sobre esta cuestión, en el que avanzaba que "podría poner en jaque los avances en salud". El fallecimiento, el año pasado, de una mujer en Estados Unidos por una infección de orina causada por una variante resistente a la colistina, el medicamento de último recurso para esos casos, hizo saltar de nuevo las alarmas sobre un asunto que, desde hace años preocupa, y mucho, a los microbiólogos. "Es un viejo antibiótico, pero era el único que nos quedaba para lo que yo llamo una bacteria de pesadilla", advirtió Thomas Frieden, director de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, refiriéndose a la familia de bacterias conocidas como Enterobacterias Resistentes a Carbapenemasas (ERC). "Este es el final del camino de los antibióticos, a no ser que actuemos rápidamente", agregó el experto.

El problema no es nuevo. Cuando el científico escocés Alexander Fleming descubrió la penicilina, a finales de los años 20, los médicos pensaban que era la panacea, que las infecciones iban a desaparecer, pero no estaban en lo cierto. El propio Fleming lo advirtió en 1945, al recoger el premio Nobel de Medicina por ese hallazgo. "Llegará un día en que cualquiera podrá comprar penicilina. Entonces existirá el peligro de que un hombre ignorante pueda fácilmente tomar una dosis insuficiente y que al exponer sus microbios a cantidades no letales del fármaco los haga resistentes". Y así fue. Pocos años después, empezaron a surgir las primeras cepas resistentes. ¿Por qué? Tal y como explicó entonces a este diario el jefe del Servicio de Microbiología del Complexo Hospitalario Universitario de A Coruña (Chuac), Germán Bou, la resistencia a los antibióticos "es inherente a la propia vida". "Estos fármacos funcionan matando o impidiendo que crezcan las bacterias, pero también puede ocurrir que algunos de esos microorganismos cambien, se hagan más fuertes y se propaguen. Cuanto más a menudo se use un antibiótico, más probabilidades habrá de que las bacterias se vuelvan resistentes", advirtió.

Los antibióticos son moléculas que destruyen a los microorganismos bacterianos y pueden ser de dos tipos: bacteriostáticos, si inhiben el crecimiento de las bacterias, o bactericidas, cuando las matan directamente. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no todos los procesos infecciosos están producidos por bacterias.

"Si un paciente sufre una infección causada por un virus y se le administran antibióticos no servirá de nada, ya que este tipo de fármacos no matan a los virus ni frenan su crecimiento", explicó el doctor Bou. De ahí la importancia de someter a los pacientes a diagnósticos microbiológicos para saber si las infecciones están producidas por un virus o una bacteria antes de iniciar los tratamientos. "Los ciudadanos, por su parte, han de tener en cuenta que los antibióticos solo deben tomarse bajo la prescripción del médico. Bajo ningún concepto hay que automedicarse. También es importante tomarlos en las dosis adecuadas y en los tiempos aconsejados. No hay que terminar los tratamientos ni antes, ni después, porque tan mala es una cosa como otra", añadió.