A David Leitch le conocíamos de haber dirigido con Chad Stahelski la primera entrega de John Wick, aquel catálogo que tanto gustó en algunos círculos ociosos con su interminable sucesión de escenas de acción en las que los malvados morían a paladas con un pretencioso ejercicio de (así lo llaman sus defensores) de violencia híperestilizada. Leitch dejó que su colega dirigiera solo la secuela (aún más delirante) para hacer algo parecido por su cuenta pero cambiando el careto inexpresivo de Keanu Reeves por una Charlize Theron que ha recuperado su buena mano perdida en Mad Max para poder llenar de cadáveres los escenarios. No solo la presencia de la actriz (a la que deseamos una pronta recuperación para un cine más valioso) hace más vistoso el tinglado, ambientarlo en los estertores de la Guerra Fría más convencional le da un punto extra de interés aunque solo sea por ser un contrapunto feroz a la clásicas historias de espionaje de urdimbre johnlecarresca. El resultado, en todo caso, es solo apto para un determinado tipo de espectadores que se lo pasan pipa (o palomita) con esta clase de películas de guión anodino que desaprovecha las posibilidades de la novela gráfica de Antony Johnston y que solo sirve como excusa para coreografiar secuencias de acción imposible adornadas por una banda sonora atronadora y en las que un James McAvoy bastante histriónico intenta llamar la atención en vano, porque todas las miradas van hacia Mad Theron y sus armas de mujer letal.