Hay una cosa que agrada al comienzo de La niebla y la doncella, su falta de alardes: se despliegan la intriga y sus personajes de manera suave, sin estridencias, con una caligrafía audiovisual discreta, moderada. Créanme, no es tan fácil encontrar en estos tiempos a alguien al que no le dé el tembleque con la cámara, por ejemplo. Pero, poco a poco, la película va cayendo y decayendo, y uno empieza a entender que lo que antes estimulaba no era fruto tanto de decisiones, de una voluntad estilística y de relato, sino de la escasa capacidad.

Más que un whodunnit (variedad de trama compleja dentro de la novela policíaca en la que todo gira en torno a descubrir al culpable como quien soluciona un rompecabezas), La niebla y la doncella resulta un whodunnitgoddammit (palabro que me acabo de inventar para referirme a que el desmadeje de la trama resulta tan cansino que el espectador invoca al ser superior para que se sepa de una vez por todas quién es el asesino; no por justicia, claro, sino por alivio cinematográfico). Porque todo resulta tan destensado, tan discursivo (el filme es una sucesión de entrevistas e interrogatorios, nada más; no hay acción apenas, no hay nada más que aligere ese infinito deambular de un lado a otro, de un testigo o implicado a otro, en busca de pistas) que, al final, a uno le importa muy poco quién matara a quién. Suele pasar cuando uno se muere de aburrimiento: que no te importan nada las muertes ajenas.

¿Habrían levantado Enrique Urbizu o Alberto Rodríguez, dos de los grandes cultivadores del policiaco, un relato como éste? No tengo ni idea. Lo que sí sé es que, seguro, se habrían empeñado y habrían aportado músculo, voluntad y potencia; que no habrían firmado algo tan magro e insulso como La niebla y la doncella.