Quien avisa no es traidor: en la primera escena de Barry Seal (aquí simplonamente reducido en el subtítulo a un simple traficante, cuando fue algo mucho más complejo que eso) vemos a nuestro héroe de acción aprovechando que su copiloto y los pasajeros duermen para regalarse una travesura gastándoles una broma pesada a los mandos del avión de la TWA que tiene entre mandos. Y sonríe con la dentadura en perfecto estado de revista. Todos sabemos cuánto le gusta sonreír a Tom Cruise, y aquí lo hace incluso por la vía de la autoparodia quitándose un diente. La elección de la estrella empeñada (y despeñada últimamente) en misiones imposibles es una apuesta arriesgada porque no olvidemos que Barry Seal era todo lo juguetón, pícaro, carismático y aventurero que se quiera, pero al servicio del dinero sangriento de los narcos o de acciones (casi) secretas de guerra sucia de la CIA en América. La jugada, visto el notable resultado (que no llega a sobresaliente por dar más importancia a veces a las formas que al fondo o por el dibujo tosco que hace de Pablo Escobar y sus secuaces), se puede considerar un acierto. Cruise no pasa apuros cuando se trata de abordar las escenas de acción o comedia, y al obligarle el guión a afilar su registro demuestra lo buen actor que es cuando se exige algo más que acrobacias y tiroteos.

Cierto es que Cruise no va a permitir que se saque punta a los aspectos más patéticos y miserables de un personaje que bien vivía engañando a todo inmundo que se pusiera delante, y los sustituye por comicidad y chulería, pero también es capaz de dar un toque de maltrecho fatalismo cuando las cosas se ponen realmente feas y se convierte en un fugitivo de todos al que solo le queda el clavo ardiendo de su familia. A la que nunca dejará quemarse por su culpa. Se podría acoplar Barry Seal a El lobo de Wall Street en un endemoniado programa doble (o triple si sumamos la primera Wall Street, de cuando Oliver Stone era un buen director) que muestra el lado más oscuro del sueño americano de las últimas décadas. El ascenso y la caída de dos tipos hechos a sí mismos y que se hicieron fuertes gracias a las debilidades del sistema norteamericano.

Seguro que Jordan Belfort (al que Leonardo DiCaprio también convirtió en un villano encantador) hubiera congeniado con Seal. De hecho, sus parejas en la pantalla tienen cierto parecido físico (Margot Robbie con Leo, Sarah Wright con Tom) y también protagonizaban escenas en las que la droga daba pie a golpes de humor inesperados y memorables (Seal aterrizando su avioneta en una calle envuelto en polvo carísimo...), aunque en el caso que nos ocupa la lujuria desaforada se limita (en pantalla) a labores conyugales con coito aéreo incluido. Tampoco Liman recurre a la exuberancia un poco histérica de Martin Scorsese y opta por una realización más pulcra que limita las apuestas visuales a jugar con las texturas, los rasponazos fotográficos y la introducción de dibujos y documentales para reforzar la veracidad.

Sin forzar la máquina de la denuncia (esto no es Stone ni Loach) pero soltando andanadas con buena puntería, Barry Seal decapita unos cuantos títeres a ambos lados de la ley antes de dar carpetazo a la historia con unos minutos finales de gran cine que arrojan cal viva sobre los cadáveres nada exquisitos de la política exterior norteamericana.