Cuando era adolescente lo perdía todo. Una vez perdió el pasaporte. Otra, casi pierde el avión por tener caducado el pasaporte.

Una tarde, esa fue muy gorda, olvidó apagar la velita de la bañera y quemó el baño. Menos mal que la puerta estaba cerrada herméticamente y no se quemó la casa entera. Aquella noche no pegó ojo. Pensó que era tan despistada como una vieja de cien años. Y se esforzó por cambiar pero no lo logró de forma inmediata. Le seguían sucediendo un montón de cosas involuntarias.

Una noche de luna llena, ya con dieciocho, se bañó en un pequeño embarcadero con su novio y al sumergirse en aquel agua de plata perdió los pendientes que su hermana le había prestado para la ocasión. Dos lágrimas de piedra de luna que se pasó horas buscando entre la arena y que a partir de entonces siempre echaría de menos. Su hermana no se enfadó mucho porque ya sabía cómo era. Todos sabían que si le daban algo probablemente ese algo no regresaría jamás.

A veces resultaba divertida. A menudo le pasaban cosas surrealistas, pero, en realidad, ella padecía. Sentía que era un desastre sin remedio. Y como no quería que la autoestima se le cayera por los suelos y veía que su naturaleza nada tenía que ver con la de otras chicas organizadas y cuidadosas, decidió definirse como una maravillosa mujer desastre, y regirse por la ley del desapego y el caos.

Es decir, cuando perdía algo se decía a sí misma que el destino quería que lo soltase, fuera lo que fuera. Decidió no llevar ni reloj, ni joyas. Tampoco se compraba ropa cara para que si perdía el jersey, o el foulard no fuera ningún gran drama. No quería ni dinero, ni llaves. Nada de nada. Para evitar la posibilidad de perderlo.

La vida le ofrecía regalos inesperados. En el caos también hay mucha magia. Al final, lo encontraba todo y lo que no encontraba, se decía, es porque no debo encontrarlo.

Pero cuando fue madre no quería por nada del mundo meter la pata y que algo malo le sucediera a su bebé. Y se obsesionó con criarlo y con hacerlo todo perfecto. Y lo cierto es que, en parte, lo logró. Incluso, por un tiempo, dejó de lado a la mujer que era para convertirse en otra. En una mamá perfeccionista y poco flexible, obsesionada con un sinfín de asuntos tales como la lactancia, las vacunas, la homeopatía, el sistema educativo, etc. Quería proteger a su bebé a toda costa de sí misma y creía que ser otra era la forma. Quería controlar aunque en realidad sabía que no controlaba absolutamente nada. Y se le puso una cara de ogro horrorosa.

Un día, cuando los niños ya eran mayores, y ella estaba en plena crisis de los cuarenta, se dio cuenta de que si seguía tomándoselo todo tan a pecho y no recuperaba a la mujer que era con naturalidad, lo perdería todo. No es lo mismo un bebé que un niño mayor o un adolescente. Los niños necesitan amor, no perfección. Y ella necesitaba relajarse.

Y volvió a ser ella misma y a olvidar, a veces, las llaves de casa. Lejos de recriminárselo, sus hijos se partían de risa viéndola trepar por el muro del vecino para poder entrar por la terraza de su apartamento.

En fin, para qué negarlo, sus bizcochos siempre saldrían chamuscados. Sin embargo, ser ella misma, ser esa maravillosa mujer desastre que por fin había madurado aceptándose tal y como era, le permitía ser infalible en las cosas verdaderamente importantes.