Que François Ozon es un director de talento y acusada personalidad no lo duda nadie. Que saca el máximo partido a sus repartos, tampoco. Que encuadra y mueve la cámara con elegancia y agudeza está claro. Que a veces mete la pata por exceso de confianza en sus capacidades es indiscutible. El amante doble intenta jugar en el terreno de cineastas menos aclamados por la crítica sesuda como Paul Verhoeven, felizmente recuperado para la causa en Elle, o Brian de Palma, desaparecido en combate. Mencionar a Hitchock sería un sacrilegio cinematográfico.

Y Ozon fracasa con estrépito. Nada que reprochar a la pareja de actores que se emplean en cuerpo desnudo y alma disfrazada para intentar que sus personajes no sean marionetas y cobren algo de vida. Nada que objetar a la factura impecable de las imágenes. Pero el resultado es amorfo, aburrido, escasamente excitante a pesar de las epidermis exhibidas, y finalmente absurdo en uno de esos desenlaces que parecen una tomadura de pelo y que solo se perdonan al De Palma más desquiciado.