El reciente fallecimiento de Johnny Hallyday Johnny Hallyday ha logrado lo que la estrella no consiguió en vida: que su nombre se repitiese hasta la saciedad en todo el mundo, no solamente en los países francófonos. La prensa musical británica, con su habitual ombliguismo, lo había bautizado hace décadas como "la mayor estrella a la que jamás has oído cantar", en una afirmación que destilaba tanta verdad como mala leche.

Porque fue con la muerte del rockero cuando en el mundo nos dimos cuenta de la grandeza de su figura. Ni Elvis, ni Lennon, ni Marley, por poner tres ejemplos de músicos de dimensión universal, tuvieron despedidas comparables a la de Johnny. Toda Francia se paralizó y lloró por su mito. Centenares de miles de personas se echaron a la calle a despedirlo, en un cortejo fúnebre que transitó por los Campos Elíseos, escoltado por un mar de Harleys.

El estupor global continuó al contemplar su funeral, que superó en pompa y boato al de muchos jefes de estado. El mismísimo presidente de la República presidió el acto, con un solemne discurso en el que alabó el "destino francés" que representaba el finado. En el resto de Europa muchos creían que era un cantante de éxito regional, y con su muerte se han encontrado con una leyenda que aglutinaba a buena parte de un país tan ecléctico como Francia.

Pero el caso de Hallyday no es único. La figura del "rockero local", ese individuo que por algún motivo conecta de forma casi primordial con su país, su región o su ciudad, es tan habitual como la incomprensión que rodea a esos artistas fuera de su campo de acción. Y es precisamente uno de esos "rockeros locales" el único cuya dimensión podría compararse con la del artista francés en nuestro país. Aunque su alcance cubriese solo dos provincias y media.

Porque hasta hace poco, mencionar a Silvio Fernández Melgarejo fuera de Andalucía solo provocaba encogimientos de hombros. Únicamente el documental A la diestra del cielo (Francisco Bech, 2007) y la reivindicación de su figura por parte de estrellas como Enrique Bunbury, logró otorgarle un mínimo reconocimiento más allá de las provincias de Sevilla, Cádiz y parte de Huelva.

En una reciente entrevista, el también rockero y sevillano Dogo definía los territorios de Silvio como "sus Taifas". Por ellas se paseaba, cual califa beodo, derrochando arte y protagonizando una sucesión de anécdotas y leyendas urbanas que darían para rellenar una enciclopedia. Y aunque fueran muy diferentes en algunos aspectos, compartió con Hallyday una conexión telúrica con su gente. Ambos fueron asumidos como algo propio en sus respectivos ámbitos, que abarcaban a varios millones de personas en un caso y unos cuantos miles en el otro.

Johnny representaba a una especie de malote con buen fondo, un tipo talentoso y en teoría irreductible, que hacía las cosas siempre a su manera en lo artístico y lo vital, sin importarle las consecuencias. Silvio, por el contrario, encarnaba al borrachín encantador, ingenioso y con un toque de amargura, capaz de emocionar con su voz y de soltarle a Jesús Quintero frases tan desternillantes como lapidarias. Hallyday era profesional, fuerte, con una actitud y una desaforada masculinidad heredada de los primeros héroes del rock. Fernández era un tipo que no escondía una vulnerabilidad que los no conversos podían confundir con patetismo.

Ambos arrancaron sus carreras en los años sesenta. Silvio empezó como batería y llegó incluso a formar parte del seminal grupo Smash, pero fue con su paso a solista cuando fraguó una leyenda que aún resuena por las calles hispalenses. Su paleta sonora unía los pasos de Semana Santa con el rock and roll de los cincuenta, el soul y la canción romántica italiana, en un pastiche teórico que solo adquiere sentido escuchándolo. Fue artista y personaje, con capacidad de emocionar con su voz y de ofrecer también actuaciones desastrosas. Pero su gente se lo perdonaba todo y este curroromerismo pasó de defecto a una virtud, que lo llevó a una comunión aún más profunda con sus fieles.

Lo que también compartían Hallyday y Silvio, como característica común en todos los "rockeros locales", es una total transversalidad. Eran adorados tanto por tipos de chupa de cuero y gafas de rock como por señoras, oficinistas, sacerdotes y taxistas. Y estos artistas acostumbran a responder a este afecto con total entrega. En el caso de Silvio, el personaje amado por toda Sevilla devoró a la persona y prácticamente lo empujó a hacer de su autodestrucción voluntaria una obra de arte.

A cambio, Sevilla supo perfectamente como honrar a su mito. Una ciudad con una idiosincrasia tan marcada solo podía crear a un "rockero local" tan particular como Silvio. Recibió numerosos honores, el más pintoresco de todos ellos fue la concesión por parte del Ayuntamiento de la Medalla al Mérito Rockero, reconocimiento totalmente inventado para la ocasión y del que el cantante fue único propietario. Para recogerlo, acudió al encuentro de la Corporación Municipal a bordo de un Mercedes blanco, rodeado de una escolta de moteros y entre una nube de fotógrafos y fans. Lo mismo que el cortejo fúnebre de Johnny Hallyday, pero con el homenajeado vivito, coleando y con un cubata en la mano.

Silvio falleció en 2001, por el deterioro causado por décadas de abuso desaforado de alcohol y tabaco. Pero los recuerdos post mortem también están a la altura de la leyenda: Mientras otras ciudades tienen que conformarse con un callejero vulgar lleno de alcaldes, médicos, militares y reyes, los vecinos del barrio de los Remedios de Sevilla pueden presumir de una calle Rockero Silvio.

El inevitable paso del tiempo y el devenir de la música popular están haciendo que se extinga una generación de músicos sin relevo en su estilo. Los tiempos del rock han pasado y los "músicos locales" no son una excepción. Poco a poco van abandonando el edificio -Johnny por enfermedad hace pocas semanas, Silvio porque le dio la gana hace ya años-, dejando unos huecos en sus respectivas zonas de acción que solo se rellenan con recuerdos, leyendas y canciones. Los pocos que quedan deberían ser protegidos por la Unesco como los monumentos vivos que son, pero como eso no va a pasar, que estas líneas sirvan por lo menos para que los lectores les den todo el cariño y la admiración que puedan mientras aún estén entre nosotros. Créanme que los echarán de menos cuando falten.