McMafia pone sobre la mesa un tablero lleno de piezas que tienen como denominador común el crimen en cualquiera de sus muchas variantes. Más letales algunas que otras, pero siempre inquietantes. Por sus imágenes conscientemente frías y distantes (salvo la desgarradora muerte de la hija de uno de sus protagonistas por un balazo errado) circulan delincuentes de todo el planeta en una especie de gigantesca ONU de delincuentes con intereses muy concretos: ganar dinero. Economía rápida alimentada de basura. Y establecer franquicias (de ahí el título) con quienes pueden ayudar a conseguirlo. No hay amigos, solo aliados. No hay confianza, solo precauciones. No hay justicia, solo códigos de respeto entre malhechores. Gente que blanquea pasta o se mueve como tiburón en el agua por los mares virtuales, narcos despiadados o contrabandistas, mafiosos rusos o comandantes del mercado negro. No hacen falta banderas y lo que menos importa es la religión, la raza o la ideología de quienes manejan los hilos de las sombras. Esas cloacas donde el lujo esconde en muchas ocasiones la miseria más pestilente acogen, como mucho, a personajes con detalles generosidad como Semiyon Kleiman, un hombre de negocios israelí al que sus secretos le ponen la soga al cuello. El nudo gordiano de la trama profundiza en la demolición progresiva de una conciencia: Alex Godman, hijo de un jefe exiliado de la mafia rusa que quiere limpiar su vida de sangre, horror y lágrimas. Ya se encargará la vida y la muerte de ponerle en su sitio y marcarle los pasos a dar.

McMafia es una serie de cocción lenta. Aunque arranca con un bombazo en plena carretera, apenas hay persecuciones o tiroteos. Ni siquiera venganzas al por mayor en plan El Padrino. Tampoco es Los Soprano. Es fría como un témpano en su mayor parte, de ahí que sus dos últimos capítulos sean tan contundentes y sobrecogedores: sin dejarse llevar nunca por los excesos, los cabos se van atando con una implacable inevitabilidad hasta que todo revienta en una de las mejores escenas vistas en una pequeña pantalla en los últimos tiempos: una ejecución en un cuartucho donde la víctima no pone obstáculo alguno. Al contrario, es una liberación. Y su verdugo acepta su destino sin inmutarse, pero todos sabemos que por dentro solo hay fracaso y decepción. Ha nacido un canalla más.

No funcionaría tan bien la serie si no contara con un reparto consistente. Si James Norton un convincente Alex Godman, David Strathairn y Aleksey Serebryakov componen unos personajes que se evaden del estereotipo fácil y dan toda una lección de cómo aprovechar cada escena para llenar de matices sus personajes. Pero mención aparte merece Merab Ninidze, un actor georgiano al que no tenía el gusto de conocer, y que ofrece un trabajo sobresaliente.

Creada por Hossein Amini (Drive, buen crédito) y James Watkins (director de la esupenda La mujer de negro), e inspirada en el libro McMafia. El crimen sin fronteras, ésta es una de esas series que pasan de puntillas ante la avalancha de novedades. Dale una oportunidad.