El Nuevo Periodismo se queda huérfano. El escritor estadounidense Tom Wolfe falleció el pasado lunes a los 87 años en Nueva York, la ciudad que retrató sin piedad y con sarcástica comprensión. El autor de la muy celebrada novela La hoguera de las vanidades o El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron sufría una neumonía y había sido hospitalizado por infección en un hospital de Manhattan.

Aunque nacido en Richmond (Virginia) en 1931, Wolfe era tan neoyorquino como el Empire State Building, un icono cultural de una ciudad a la que llegó en 1962 para teclear sus primeras palabras artilleras en The New York Herald Tribune. Su destino estaba escrito y era de los que no prescriben nunca: hacer periodismo con la literatura, hacer literatura con el periodismo.

Tuvo el apoyo inmediato y aleccionador del director Clay Felker, uno de esos jefes alérgicos al presentismo en las redacciones que quieren ver a sus redactores lejos de las sillas y buscando vías alternativas al tráfico informativo. Un ideario que encajaba como un sombrero blanco en las pretensiones de un Wolfe que estaba dispuesto a entrar a fondo en la información aplicando formas rompedoras en las que la puntuación es de libre disposición y la narración admite todo tipo de agresiones si ayuda a darle la mayor fuerza posible, a extraer de ella causas, efectos y consecuencias.

Wolfe tenía una vista privilegiada y un radar en los oídos que permitía captar todos los detalles y quedarse con todas las conversaciones. Puso la primera piedra en aquellos tormentosos años 60 y otros talentos descomunales como Truman Capote o Gay Talese ayudaron a levantar un edificio que pronto estuvo muy concurrido de firmas, y no siempre bienvenidas.

Los reportajes de Wolfe, que consideraba el Nuevo Periodismo como el género literario más vivo de la época echando a la cuneta a la esterilizada y decrépita novela, eran auténticos relatos veraces y feroces, pormenorizados y precisos, cargados de datos colaterales sobre atuendos, actitudes, peinados, verbo y corsés sociales, sin esculpir los diálogos para dejar que las personas (derivadas a personajes) se explayaran sin corte y mucha confección. Las crónicas de Wolfe son retratos y los retratos son crónicas. Podía hacerle cosquillas en La palabra pintada al mercado del arte o poner de cara a la pared aspectos corrompidos de su narcisista país en novelas como Todo un hombre, Bloody Miami, sobre todo, La hoguera de las vanidades, un avasallador bestseller -llevado al cine con escasa fortuna por Brian de Palma con un inapropiado Tom Hanks al frente- que no dejaba títere con cabeza en el inmenso teatro de marionetas codiciosas que fue el Nueva York de los años 80.

En el libro Ponche de ácido lisérgico (1968), Wolfe lograba una obra maestra de la novela de no ficción en un viaje ácido por los años sesenta junto a Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, y su equipo desmadrado de jóvenes radicales que van de costa a costa en un autobús de locura con el FBI a sus espaldas.

La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop era un repaso disolvente a la era del pop y Lo que hay que tener (1979) se convertía en un reportaje memorable sobre la carrera espacial. En fin, por su parte, La Izquierda Exquisita & Mau-mauando al parachoques, era lo que Talese describió como "uno de los más espléndidos ejemplos de reportaje y crítica social que he leído nunca".

Del periodista Tom Wolfe, fallecido a los 87 años, se dijo que representa para el reportaje americano contemporáneo lo que el primer Salinger fue para la narrativa: una revolución con todas las letras.