Ni el más contumaz de sus fans rechazó nunca su decisión irrevoca-ble de apartarse definitivamente de los platós y de los escenarios cuando cumplió sus 80 años, a pesar de que su insospechada jubilación nos iba a privar del placer de disfrutar de nuevos y deslumbrantes testimonios de su inconmensurable talento ante las cámaras y que, como presencia irremplazable en el imaginario popular del siglo XX, su despedida provocaría, como así sucedió, una enorme sensación de vacío. Además, nada de lo que se cocía en aquel entonces en los fogones de Hollywood motivaba lo suficiente a Paul Newman (Cleveland, Ohio, 1925/Connecticut, 2008) para prolongar su trayectoria profesional, tanto delante como detrás de las cámaras. Ni las sustanciosas ofertas que aún seguía recibiendo de los grandes estudios lograron disuadirle de su repentina determinación, impulsada en parte por una salud sensiblemente dañada ya por el cáncer pulmonar que padecía, de clausurar definitivamente su carrera.

Él mismo, no su público, que se-guiría venerándole como en sus mejores tiempos, dio por conclui-da una trayectoria iniciada en 1954 y cuajada de éxitos que para sí hubieran deseado algunos de sus más acreditados compañeros de oficio. Su figura, sin embargo, no ha cesado de crecer con el paso del tiempo y muchas de sus películas ahí siguen, agitando nuestra memoria cinéfila y recordándonos, a través de decenas de personajes imborrables, que el suyo, matices aparte, constituye uno de los itinerarios artísticos más fecundos, originales y creativos que ha registrado Hollywood en toda su historia.

En cualquier caso, y tras su desaparición hace una década con más razón todavía, habría que apartar el polvo de la calidad de la paja de la mediocridad para situar en su justo lugar el papel que de-sempeñó este maestro de la actua-ción bajo batutas tan solventes co-mo las de Robert Wise, Michael Curtiz, Arthur Penn, Otto Premin-ger, Martin Ritt, Mark Robson, Leo McCarey, John Huston, Alfred Hit-chcock, Stuart Rosenberg, George Roy Hill, Robert Altman, Daniel Petrie, James Ivory, Roland Joffe o Martin Scorsese y demostrar, al propio tiempo, que un intérprete provisto de una técnica y de una intensidad dramática como las suyas puede descollar, incluso en medio de películas ostentosamente mediocres, como no pocas de las más de setenta en las que intervino. Con su filmografía, que incluye filmes más o menos estimables, como El Premio (1962); Un hombre (1967) ; Harper, investigador privado (1966); Dos hombres y un destino (1969), de Roy Hill, o Quinteto (1979); algunas obras maestras, como Marcado por el odio (1956); El juez de la horca (1972); Dulce pájaro de juventud (1962); La gata sobre el tejado de zinc (1958); Éxodo (1960); Un día volveré (1961) o Ausencia de malicia (1981); así como títulos absolutamente prescindibles, como Cuando se tienen veinte años (1962); Comando secreto (1968); 500 millas (1969) o El coloso en llamas (1974), Newman demostró, sobre todo, su enorme versatilidad y su capacidad camaleónica para encarnar antihéroes tan dispares como el Eddie Nelson de El buscavidas (1961), el atormentado Chance Wayne de Dulce pájaro de juventud (1962); el detective nihilista y expeditivo de Harper, investigador privado (1966); el perseverante Luke Jackson de La leyenda del indomable; el abogado decadente y melancólico de Veredicto final o el carismático Butch Cassidy de Dos hombres y un destino.

Newman, cuya desaparición hace una década tiñó de luto al cine con mayúsculas, fue uno de los hombres que mejor plasmó en la pantalla y en los escenarios la gran sabiduría escénica legada por el gran Lee Strasberg, el artífice in-cuestionable, junto con Elia Ka-zan, Robert Lewis y Cerril Cra-wford, del legendario Actor's Stu-dio neoyorquino y, sin duda, el mi-to por antonomasia de un Ho-llywood que hoy, para desgracia de los nostálgicos, ya no es más que un pálido reflejo de lo que fue, pese a los diversos intentos recientes de algunos productores por resucitar su viejo esplendor con la creación de legiones de estrellas de nuevo cuño carentes, en su mayoría, de la magnética presencia de sus predecesoras y, sobre todo, del brillo de una época irrepetible en la que Newman ocupó un lugar sobresaliente. Por eso, cada vez que mostraba su imagen seductora en la pantalla o contemplábamos en la televisión algunos de sus viejos éxitos, provocaba en el espectador ese sentimiento devocional que inspiran siempre las verdaderas leyendas del cine: una mezcla de fidelidad a su trayectoria artística, respeto por su insobornable coherencia personal y política y un culto creciente a un perfil profesional extremadamente sugestivo, refrendado por la nominación al Oscar en once ocasiones y por un inacabable rosario de galardones internacio-nales, entre los que figuran el Pre-mio al Mejor Actor en Cannes por su extraordinaria y penetrante composición de un joven errante e inadaptado en El largo y cálido verano, una de las mejores adaptaciones cinematográficas de William Faulkner realizadas por Hollywood en toda su historia.

Hijo de un próspero comerciante judío alemán y de una católica de ascendencia húngara, casado desde 1958 con la actriz estadounidense Joanne Woodward, a quien dirigió en cuatro de sus cinco filmes como director, Newman fue uno de los ídolos hollywoodienses más ad-mirados por el público femenino entre los años 50 y 90.