Caprichoso. Derrochador. Extravagante. Metomentodo y prepotente. Y pendiente del hilo que cose lo que piensan de él. Mimado y autocomplaciente. Adicto al lujo, pésimo administrador de sus finanzas. Estas y otras lindezas aparecen en una biografía obviamente no autorizada del periodista Tom Bower sobre Carlos de Inglaterra. Príncipe rebelde: el poder, la pasión y la rebeldía del príncipe Carlos le da coscorrones al eterno heredero de la corona británica hasta en el carné de identidad. Las anécdotas y chascarrillos abundan en una obra que cuenta cómo el hijo mayor de Isabel II se puso ligeramente histérico al encontrar sustancia plástica desconocida que envolvía su cena. Su inseparable Camila le calmó: "Es film transparente, cariño". Nada comparable al día en que que llegó a casa de unos amigos con un camión de mudanzas que transportaba el mobiliario de las habitaciones del matrimonio, incluida la ropa de las camas, el asiento del inodoro, rollos de papel higiénico especialmente confortables, su marca de whisky favorita y agua embotellada.

Bower afirma que ha entrevistado a más de 120 personas para documentar su trabajo sobre un personaje al que califica de "señor feudal", aunque sus meteduras de pata recuerdan a veces las de su padre, el inefable Felipe de Edimburgo. La genética tiene estas cosas. Cuenta Bower que tiene a su servicio la friolera de 120 empleados, entre ellos tres lacayos especializados en acompañar a quienes visitan sus oficinas. ¿Tres, nada menos? "Bah, se entiende: cada uno de ellos se ocupa de una parte del pasillo que conduce a su principesca figura. No vayan a cansarse. Además, dispone de cuatro ayudantes de cámara para ayudarlo a cambiarse de ropa cinco veces al día; cuatro jardineros que arrancan las malas hierbas a mano sobre un remolque tirado por un todoterreno (pesticidas prohibidos) y, pásmense, un militar indio retirado que patrulla por la noche armado con una linterna para una peligrosísima misión: recoger babosas de las hojas de las plantas".

Desvela el periódico The Guardian que Carlos de Inglaterra está obsesionado con lo que la opinión pública piensa de él. Y cuando no es algo bueno se pone hecho un basilisco. No lee la prensa. "Me volvería loco", escribe Bower que dijo Carlos, capaz de lanzar lo que tuviera a mano contra la radio si las ondas no le eran propicias.

La muerte de su primera esposa, Diana de Gales, tuvo buena parte de culpa de ese estado de ansiedad: abrumado por la culpa, se lamentaba: "Todos van a culparme, ¿verdad? El mundo se volverá completamente loco". Sus relaciones con los dirigentes políticos han sido nefastas, según Bower, que dibuja a un heredero preocupadísimo por su apariencia en las monedas cuando pasara a ser Carlos III. Nada de cabello en fuga, arrugas y demás huellas del paso del tiempo: quería aparecer con pelo de sobra y lo más juvenil posible.

¿Y qué pasa con sus hijos? El autor sostiene que las relaciones con Guillermo son más bien tensas desde que apareció Catalina con su encanto tan del gusto de los británicos. Y es que otro rasgo del príncipe que apunta y dispara el libro es su innata capacidad para la envidia. Convencido de que la fallecida madre malmetió contra él en la cabeza de sus hijos, lo que no puede negar es que las noticias sobre sus infidelidades que sacudían los quioscos no fueron precisamente un bálsamo para las heridas familiares.

Fuentes cercanas al príncipe han reaccionado a la publicación del libro con estupor y afirman que a Carlos y Camilla les divirtieron algunas de las historias que cuenta Bower. Entre ellas, un vuelo a Hong Kong en el que no encontraba razón aparente para que su asiento fuera tan incómodo, hasta que se dio cuenta, pasmado, que viajaba en clase turista. "Es el final del Imperio, suspiré", afirma Bower que escribió en su diario, atribulado.